Claude Debussy

 

 

 

 

 

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Hace hoy 50 años, el 26 de marzo de 1918, los cañones alemanes de largo alcance perforaban el liviano aire de la primavera parisiense, sofocándolo de pólvora y haciendo saltar fragmentos de los venerables techos de pizarra. Por las calles silenciosas tan sólo se veían camiones militares y escasas gentes apresuradas, que apenas si volvían la cabeza ai paso de un magro cortejo fúnebre que se encaminaba hacia el cementerio del Pére Lachaise. Únicamente en la colina de Montmartre, que conservaba cierta animación, los niños interrumpieron sus juegos al divisar la fúnebre procesión, y los taberneros, asomados a las puertas semi-entornadas de sus locales, comentaron, al leer las cintas que ceñían las coronas; "Parece que era un músico".
No sólo lo era sino que, por haber inventado la música moderna y haber defendido el patrimonio sonoro francés contra las andanadas wagnerianas, sus compatriotas accedieron a adoptar el sobrenombre que le otorgó un italiano, Gabriele D'Annunzio: "Claude de France". El día antes, 25 de marzo, en un sótano al que lo transportaron porque los cañonazos perturbaban su agonía, a las 10 de la noche expiraba Achille Antoine Octave Claude Debussy (en la vida corriente se había suprimido los tres primeros nombres porque los consideraba ridículos), víctima de un cáncer que desde ocho años atrás le roía el cerebro. Los músicos que honraban sus despojos estaban uniformados, y el Ministro de Educación —encargado por el Gobierno de otorgar rango oficial al entierro— no había podido entrar a la estrecha capilla ardiente porque la abundancia de flores se lo impedía,
"Vea lo fácilmente que se equivocan —le comentó Debussy a un periodista vienés—: algunos creen que soy un nórdico melancólico, otros que soy del Sur, de Provenza, del país de Daudet. Pues bien, yo he nacido el 22 de agosto de 1882 en Saint-Germain-en-Laye, a media hora de París." Aparte de algunos maniáticos de las genealogías, que insisten en que el músico era descendiente de los condes de Bussy-le-Grand (basándose sobre la frente inmensa y abombada que, a través de las centurias, compartían Claude y un tal Roger de Rabutin, conde le Bussy y primo de Madame de Sevigné), lo cierto es que el renovador de los sonidos en el siglo XX. era hijo de un ex marino de modesto rango, que destinaba a Claude a seguir su carrera. Pero bien pronto demostró el niño tal afición a la música que aterrizó en las clases de Madame Manté de Fleurville, quien disfrutaba de la dudosa prerrogativa de ser suegra del poeta Paul Verlaine, De allí pasó Debussy al Conservatorio y, mientras estudiaba, fue amparado por la legendaria Nadedja Filaterovna von Meck, la musa de Tchaikowsky, quien hizo pasear al "pequeño Bussy" por sus palacios de Italia, Suiza y Rusia con el solo encargo de ejecutar para ella las partituras más nuevas que fueran apareciendo. El "pequeño" aprovechó, de paso, para iniciar una variada y sólida carrera de seductor, convirtiéndose en el precoz amante de la bella Sofía, hija de su excéntrica protectora.
Ganador en 1884 del Prix de Borne, con la cantata El hijo pródigo (a la cual, con su característica astucia, espolvoreó de temas atractivos para el mayor jurado del concurso, Jules Massenet), los dos años que le tocó pasar en la renacentista Villa Medici, en Roma, sumergido en un hueco inhabitable que sus condiscípulos bautizaron jocosamente como 'la tumba etrusca', resultaron tan insoportables a Claude que inventó una grave enfermedad de su madre y, con dos o tres desmayos fingidos, logró que lo enviaran de vuelta a París. Durante poco tiempo más, Debussy conservó la adhesión a Wagner; pero, a partir de cierto momento, comprendió que "esa música por kilo", como él la llamaba, iba asfixiando lentamente a los creadores europeos, y se volvió hacia las fuentes más puramente francesas, Rameau y Berlioz, entre otros, para contrarrestar aquella malsana influencia.
Una noche de 1891, Debussy fue al Auberge du Clou, en Montmartre, y conoció al pianista que, con livianos acordes, entretenía la holganza de los bebedores. Era Erik Satie, quien cuatro años antes, ignorado de casi todos, había compuesto Trois Gymnopédies, para piano, y había abierto así el camino de la revolución que (quizá erróneamente denominada "impresionismo") permitiría a Debussy liberar a la música de Occidente del corsé de hierro en que la aprisionaba la tradición germánica. Pero si bien Satie había hallado el vocabulario que la época necesitaba, fue Debussy quien se sirvió de él para escribir las obras maestras de la renovación; y ya desde 1889, al tropezar con las danzas y los sones javaneses en la Exposición Universal de París, y antes aún, al adentrarse en la esencia de Mussorgsky, Claude marchaba en la misma dirección que el menudo pianista, estrafalario y desconocido, de Arcueil.
Tal vez su propia figura de bon vivant, redondo y macizo, enamorado de las bellas mujeres, de la buena mesa, de "los objetos diminutos y las cosas delicadas" —como apunta Gabriel Fierné—, ha contribuido a hundir a Debussy en un equívoco del que también es en gran parte responsable el calificativo de "impresionista" aplicado a su música. Se confunde al compositor con la centellante bruma sensual de L'aprés-midi d'un faune (1894), sobre el poema de Mallarmé; con la liviana melancolía rococó de las canciones basadas en palabras de Verlaine; con el voluptuoso decadentismo de Pierre Louys —su mejor amigo—, en Les Chansons de Bilitis; con el apolillado simbolismo de Maeterlinck en Pélleas y Mélisande (1902); con los temblores atmosféricos de un Monet, en los Reflets dans l'eau (1905); y no se advierte hasta qué punto él, Debussy, permanece, cuando ya todo el pretexto literario y pictórico de su obra ha ingresado al museo.
Si no bastara Pélleas para proclamar su genio (no es un simple intento de renovar el teatro lírico, sino un deliberado ataque a todo lo que hasta entonces se consideraba sagrado en una partitura), ahí están las macizas estructuras sonoras que son La Mer (1905) y las Images (1906-9), engañosamente "blandas" al oído porque su autor concretó en ellas su ideal de una música que "no parezca haber sido escrita". A tal punto fue Pélleas un ventarrón revolucionario, que el escándalo de su estreno ha quedado en la historia del arte como el gemelo de los tumultos del Hernani, de Hugo, que abrió el romanticismo. A Debussy le tocó clausurarlo, y eso es algo que mucha gente timorata no le ha perdonado hasta hoy.
Hubo otras cosas que no le perdonaron: que abandonara en 1904 a su primera mujer, Rosalie Texier, para unirse a la fascinadora Emma Bardac, con la que tuvo una hija (la Chouchou, destinataria de esos encantadores poemas pianísticos que son The Children's Corner); que desdeñara mezclarse en las rencillas del affaire Dreyfus; que una amante, Gaby, intentara matarlo cuando se enteró de sus relaciones con una aristócrata parisiense; que desafiara, con el silencio, los mordiscos de la crítica y de los moralistas.
Este fauno capaz de derribar los templos de la burguesía musical no dejó discípulos. Ravel y Falla se le aproximaron en sus años juveniles, pero pronto emprendió cada uno su camino. Y es alguien tan inesperado como Béla Bartók quien resume el homenaje al padre de la música contemporánea, al decir: "Sin Debussy, nosotros no habríamos existido". 
26 de marzo de 1968
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