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El Papa Pablo ¿el amor católico puede renunciar a la fertilidad?

 

 

Mucho. Poquito. Nada. Cincuenta hombres maduros, encerrados durante cinco días en el Pontificio Colegio Español de Roma, simbólicamente le otorgaban la semana última al viejo juego de los amantes, una austera perspectiva de teología moral. El tema de las discusiones era abrumador: ante la aparición de nuevas técnicas farmacológicas, ¿debe alterarse en algo la actitud de la Iglesia Católica respecto de los métodos anticonceptivos?
Junto con los comunistas, los católicos han denunciado siempre el trasfondo reaccionario y la falta de fe en las potencialidades humanas que inspiró tanto a Malthus como a sus discípulos modernos. Si la presente estructura económico social no permite dar de comer a la gente, la salida no consiste en reducir el número de personas: hay que cambiar la estructura. Fue un argumento poderoso. Empezó a mostrar su inconsistencia cuando el progreso tecnológico incrementó de tal manera el promedio de vida, que ya no se trataba de organizar mejor el uso de los recursos naturales. Sencillamente, de continuar a este ritmo, la explosión demográfica agotará esos recursos.
El control de la natalidad —para los que no fueran católicos ni comunistas— se volvió una especie de obligación moral contraída con toda la raza humana. Paralelamente, en la teología católica referida a la familia, se registraba un sutil cambio de enfoque. Contra la fértil concepción pergeñada por los doctores de la Edad Media ("el fin esencial del matrimonio es la procreación"), los teólogos renovadores del siglo XX admitían, tímidamente primero, en voz alta después, que los cónyuges se casaban no sólo para tener hijos, sino también (y sobre todo) para asistirse y amarse.
Quedaba en pie, sin embargo, la condena que recaía sobre los métodos habituales de control, es decir, los artificios plásticos que interrumpen o impiden el viaje de los espermatozoos hacia el óvulo fecundable. La posición eclesiástica era inequívoca: "Se trata de técnicas absolutamente inmorales."
Lo malo es que en la práctica, apenas podía impedirse que las parejas católicas se sirvieran de ellas frente a los graves problemas económicos y ecológicos que se le plantean a las familias numerosas dentro de la sociedad actual. Un rayo de esperanza partió del denominado método del ritmo.
Si el encuentro se produce en aquellos momentos del ciclo femenino en que la mujer es naturalmente estéril, ¿qué escrúpulos morales podrían interponerse? Y en los hogares católicos comenzó a regir un dictador inédito e implacable: el calendario.
Por desdicha, los famosos días seguros no lo eran tanto. Antes y después de producirse la ovulación se presenta un período de no-fertilidad, el descenso del óvulo ocurre teóricamente entre los días trece y diecisiete, en un ciclo normal de 28 días. Pero —y ahí surge el problema—, aún en las escasas mujeres en las que se verifica un período normal a lo largo de una o dos investigaciones clínicas, no existe una seguridad científica de que se mantenga. Las alteraciones, en más o en menos, serían no sólo posibles sino corrientes.
Dentro de ese background surge algo que los legos suelen incluir entre los anticonceptivos, pero los laboratorios presentan con el discretísimo nombre de ciclo-reguladores. Esta cautelosa denominación no puede ser desmentida. No son píldoras abortivas, o sea, no actúan negativamente sobre un óvulo ya fecundado, ni son vacunas que inmunicen. En cambio, administradas coherentemente inhiben la ovulación, son atóxicas y al interrumpirse el tratamiento se restituye la regularidad menstrual.
Empero, mientras 'Ogino-Knauss' fue aceptado rápidamente por laicos y confesores, las modernas pildoritas debieron compartir el Index que antes monopolizaban los artefactos plásticos.
La vorágine de progreso que envolvió al concilio trascendió inclusive al nuevo concepto del matrimonio. Ya no eran solamente dos seres humanos unidos para asistirse y amarse; había un contorno social y demográfico y, dentro de ese contorno, distintos niveles para responder a diversas estructuras sociológicas.
A instancias de lo tratado (y no resuelto) en el urticante esquema conciliar 13, Pablo VI decide "responder sin ambigüedad a tantas almas desorientadas". Secretamente en junio del 64, y en forma pública hace dos meses, reúne una comisión de estudios que debe asesorarlo sobre el problema. Les encarece que respondan con "urgencia" y con "libertad de espíritu", sin temor a críticas o dificultades porque están "al servicio de la Iglesia y del vicario de Jesucristo".
El grupo de trabajo (teólogos, médicos, psicólogos, demógrafos), integrado por seglares y clérigos, crece desde los veinte hombres iniciales hasta rondar hoy la cincuentena.
A principios de marzo, el ginecólogo John Ryan y el neurólogo Francis Walshe —católicos ingleses de Liverpool— suscriben la nota enviada a Pablo VI por 20 laicos de Gran Bretaña. En ella se solicita la "aprobación eclesiástica para el empleo de anticonceptivos" y late un cierto escepticismo por la figura del representante inglés John Marshall, de 42 años, padre de cinco niños, a quien se tilda de conservador.
Aunque el Pontífice esperaba el resultado de los trabajos antes de Pascua, en vísperas de la Semana Santa emergían tres tendencias irreconciliables: la que niega en bloque los sistemas anticonceptivos (aun los aprobados por la Iglesia), la que aceptaría su utilización en ciertos casos —previa consulta al confesor y al médico—, y una tercera según la que, admitido el uso de uno de los métodos, no habría objeciones contra ninguno de los otros.
Culminada la celebración pascual, la comisión se impuso agotadores horarios que permitieron elevar al Papa una apabullante pila de medio metro de alto conteniendo los cincuenta informes.
El resultado no se dio a conocer, pero ante el asedio de los corresponsales de Newsweek en Roma, uno de los miembros de comité confesó que el voluminoso dossier no elucidaba la cuestión ni daba claros preceptos en cuanto a los aspectos médicos, morales y demográficos del asunto. El debate habría sido tan encarnizado que recalcitrantes clérigos se erizaron cuando un experto en planificación familiar se refirió al tema de los preservativos. "No estamos aquí para oír confesiones de culpa", estallaron. "¡Cierren los ojos si quieren!", se indignó el experto. Intentando resumir posiciones, el escritor católico Michael Novak reconoció que los sacerdotes —en especial los que enseñan— ven que la píldora se usa, y no ignoran que su conservadora resistencia personal es "más emocional que teológica".
Esta declaración brindó la pauta del creciente consenso católico en torno del debate, aun fuera de la comisión. Quizá esté ahí el primer fruto de la revolucionaria "toma de posición" de la Iglesia. Como acotó un sacerdote progresista: "El mayor triunfo que podemos esperar es que no se haga ninguna declaración por ahora." 

PRIMERA PLANA
27 de abril de 1965