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Buenos Aires: el zoco de Florida

 

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—¡Salió la nueva ley! ¡Con todas las reformas corregidas y aumentadas!...
Erguido sobre una alfombra de mapas y folletos que cubrían la mitad de la vereda, Mateo Profatto vociferaba la semana pasada, en la calle Florida, un slogan que pocos entendían. Esa era la causa por la cual se pasó toda la tarde sin vender uno solo de aquellos cuadernillos, en tanto, a veinte metros de allí, sobre la vereda de enfrente, un muchacho de 17 años, Francisco Buco, se llenaba los bolsillos ofertando las colecciones de París, Roma y Londres para la primavera. Lo que ofertaba, en realidad, era un espléndido catálogo sobre la moda prevista por París, Roma y Londres para la primavera de 1961. "Pero la fecha ni se ve, y después de todo la moda es siempre la misma", murmuró el muchacho, guiñando un ojo.
Desde Avenida de Mayo hasta Córdoba, a lo largo de ocho cuadras, una veintena de vendedores ambulantes establecen a diario un contrapunto de gritos que abarca no menos de diez horas. Por entre ese coro de vozarrones y estribillos cruza un hormiguero de porteños, "los socios de la calle Florida", según un vendedor de portadocumentos, un rubro que tiene un cliente por cada quinientos transeúntes. "Soy jubilado, y este promedio me representa más que el otro, más que el 82 por ciento."
Las mercancías, casi todo material impreso, son ofrecidas por un staff permanente de vendedores ligados sólo por una ley no homologada: la compra y venta de las paradas. La moneda corriente se llama desconfianza y cada vendedor parece dispuesto a defender con su vida el metro cuadrado que ha adquirido para establecer su reducto. Un derecho que prescribe ni bien el vendedor falta un día a su lugar de trabajo; por eso, una enfermedad o un furtivo cambio de ubicación los decide a fingir el subalquiler de su área. Si el cambio es definitivo, la ponen en venta y suscriben con el comprador un contrato de transferencia, verbal, en el que se estipulan las condiciones del traspaso.
Calixto Rovera, más conocido por El Ronco, compró su parada hace 23 años a un amigo que se retiró del oficio. En 1942 pagó 50 pesos por el derecho de pararse allí todos los días y ofertar lo que se le antoje, desde fotos de Perón o Palito Ortega hasta arañas de alambre y escurridizos ratones de plástico. "Ahora este lugar vale 5 mil pesos, aunque yo no lo largo por nada del mundo", aseguró Rovera, exhibiendo una dentadura despareja y quemada por el cigarrillo, en tanto hurgaba entre las páginas de un vespertino a la caza de un titular llamativo.
En otra esquina, apostado junto a una pila de números atrasados de Mundo Hispánico, una publicación española, el infatigable Demetrio Angrisano (48 años) practica un sistema parecido: "Si uno sabe vender, la gente compra cualquier cosa. Por ejemplo, si usted dice que esta revista trae las mejores fotos de La Coruña, no habrá gallego que no le compre una."
Las aristas de la astucia son muchas, pero algunas más filosas que otras: cuando los partidos políticos echan al mercado el primer número de un panfleto, los vendedores se complotan estableciendo un cachet y un sistema de trabajo. Toman a su cargo el voceo de la publicación a cambio de un arancel que oscila entre los 200 y 300 pesos la hora, pero no se obligan a vender. "Estos pasquines no los quiere nadie, por eso no aceptamos más compromiso que el de gritar lo que nos ordenan", sentenció Rulito Pérez, un veterano voceador de pelo rojizo y ensortijado. "Pero el negocio les conviene —agregó—; a ellos les interesa que la gente se entere que existen; a veces los pasquines vienen de regalo." A treinta palabras por minuto, casi siempre, la noche sorprende a Rulito en mitad de una afonía. El antídoto, un trago de grappa.
Los catorce vendedores ambulantes que, a regañadientes, dialogaron la semana pasada con Primera Plana, coincidieron en que su oficio podía desembocar —o no— en un buen negocio; que todo dependía de la imaginación, una cualidad tan importante como sus cuerdas vocales. "Una vez vino un fulano a ofrecernos un diarito que hablaba del problema de la vivienda. Lo miramos como sobrándolo, pero agarramos, má sí... La verdad es que no se vendía ni uno, hasta que el Petiso vio; que en la tapa decía no sé qué del ahorro y préstamo; y entonces nos pusimos  a gritar: ¡Con el fracaso del ahorro y préstamo! ¿Sabe lo qué vendimos? No quedó uno, ni para remedio. Imaginábamos que mucha gente había metido plata en ese negocio, pero no creíamos que todo el mundo. ¡Qué pegada!"
La venta de publicaciones admite infinidad de variantes: hay buhoneros que se especializan en libros infantiles para dibujar y colorear, y quienes incorporan a ése el rubro de los juguetes baratos, elementales: el muñequito que baila solo, sin cuerda ni pilas, por obra y gracia de un hilo invisible que maneja un grupí que integra el corro de los curiosos; el globo de goma que alcanza dimensiones descomunales; el extraño dispositivo que se adhiere al paladar y aulla un gutural mamá. Ninguno de estos divertimientos insume una erogación superior a los 30 pesos, "y no están desprestigiados como los pelapapas", susurró el juguetero Carlos Barcechi (28 años).
Los furtivos ofertantes de pañuelos japoneses ("No, no siempre son de fabricación casera; también los hay de contrabando") y los que desenroscan interminables series de rifas sobre el capot de un convertible rojo, incorporan otros sones al clamor de la calle Florida. Utilizan la urgencia —"¡Por hoy solamente;" "¡El viernes juega!"— como elemento para incentivar las ventas, tal vez porque su presencia suele ser efímera: los espacios, arrendados a plazo fijo, vuelven muy pronto a sus propietarios.
Ceremoniosos y engolados, los vendedores no pueden disimular su entonación lunfarda cuando, encomendados por congregaciones religiosas, ofrecen volúmenes encuadernados de la Biblia. Lo que más les cuesta, sin embargo, es respetar los estribillos que les dictan: "Son muy largos —se quejaba Rulito Pérez, que consiguió vender dieciocho Biblias en un semana eludiendo ese trastorno—. Hay que decir frases cortitas y fáciles." Su fórmula había sido adoptada por una mujer y un niño, que recorrían la calle desgañifándose a dúo: "¡Aquí está la salvación!"
El aprovechamiento de una rima ("¡Apareció El Frontón!") no alcanzaba para imponer un producto que José Cufrani juzgó indigerible. "Es un diario radical. Por bueno que sea, ¿a quién se lo vendo?"
Los institucionalizados vendedores públicos de la calle Florida no tienen permiso municipal ni han legalizada la propiedad de su espacio. Tampoco documentan los arriendos ni los convenios de trabajo. No los rige otra ley que la suya propia, que han dictado sus antecesores y nadie se anima a violar. Esa ley establece que nadie puede apostarse en un sitio sin pagar el tributo que fijarán sus vecinos en cónclaves celebradas en secreto para ajustar cuentas y observar si su mecanismo funciona tan impecablemente como siempre. La ley admite una excepción; dos guitarreros ciegos que cantan baladas folklóricas, han conseguido tripular la calle, y consumar al mismo precio (el de la afonía) un negocio proficuo. Cada día, no menos de 800 pesos de ganancia líquida. 
27 de julio de 1965
PRIMERA PLANA