Teatro
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Revista Periscopio
Agosto 1970

 

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

OTRAS CRÓNICAS NACIONALES

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Contracensura
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Enrique Raab: tres escenas porteñas
Misceláneas - 1968, Nicolás García Uriburu, Alfredo Alcón, Neo Happening
La Argentina de los años 30 - Monopolios
Dominio extranjero: El pueblo quiere saber de qué se trata
Carnaval Adiós, adiós, adiós, decime dónde vas...

 

 



pie de fotos
- El avión negro: ¿volver? (Marta Alessio, Ulises Dumond)
-Cien veces...: No debo (Soriano, Matar, Berenguer)

 

 

EL REGRESO IMPOSIBLE
EL AVIÓN NEGRO, de Roberto Cossa, Germán Rozenmacher, Cortos Somigliana y Ricardo Talesnik. Dirección, Héctor Giovine. Teatro Regina.
Lucho vive en un conventillo. Hace quince años, con su bombo, animaba los estribillos que escondían los fanáticos partidarios en las reuniones peronistas. Desde la Revolución de 1955, su instrumento no le sirve para nada. Él, por. su parte, ha perdido importancia, la poca importancia que pudo ganar en su vida miserable. Añora el pasado. Avizora el cielo en busca del avión negro que, según la mitología popular, debe traer a Perón de vuelta al país. Por la noche, desempolva su instrumento y ensaya. Cuando se entusiasma con los golpes, los vecinos lo hacen callar. Entonces dialoga con el fantasma de su líder ausente.
Un día no puede más y, llevado por su alucinación, sale a la calle: ha decidido que el retorno sea un hecho. A él se unen miles y miles. El país se trastorna en todos sus niveles. Lucho, y los ilusos que lo siguen, son los únicos que desean el regreso. Los dirigentes no, a pesar de que lucran con la esperanza. A partir de esta situación explosiva, Roberto Cossa, Germán Rozenmacher, Carlos Somigliana y Ricardo Talesnik elaboraron, bajo la forma de collage, la más despiadada desmitificación del populismo que haya transitado por un escenario argentino.
Fruto de una labor de equipo (no es posible advertir a quién pertenece un diálogo, un monólogo o un conflicto, secreto que, por otra parte, los autores han guardado celosamente, tal vez como una insignia generacional), de algún modo es la culminación de cierto realismo crítico que el grupo practica individualmente desde su aparición al promediar la década del 60. También, la revelación de que buscan, apasionadamente, nuevas formas expresivas para eludir el cerco tendido por la reiteración de ese mismo realismo.

EL VIEJO ESTILO
Pero no sólo por esa tentativa es válida la pieza. Por algo más se convierte en el centro de una de las temporadas más fláccidas que se recuerde: por primera vez, desde hace muchos años, lo político se convierte en el tema de una obra teatral que no sea una revista (aun con los restos de autocensura que se pueden advertir). La puesta, por otra parte, demuestra que, cuando un reparto se apodera de un texto, es capaz de disimular todas sus endebleces siempre y cuando tenga una buena dosis de comunicación con la platea. Alberto Busaid, Graciela Martinelli, Sergio Corona, Marta Alessio, Oscar Viale, Ulises Dumond y Julio López, la tienen. Y, sobre todo, ese estilo desenfadado de los viejos histriones populares que parecía haber desaparecido junto con los tablados de la Costanera y los circos trashumantes.
Precisamente, la inteligencia del director Héctor Giovine consiste en haber sabido aprovechar la posibilidad de cada actor y haber manejado un coro cuya progresión termina por convertirlo en una siniestra amenaza. Por todo ello, un soplo de vitalidad, una calidez, que en ciertos momentos es hasta visceral, barren el escenario del Regina. Y hasta hacen olvidar los lugares comunes acumulados en los sketches como La sirvienta, El dentista o Los gorilas.
Los dos momentos donde se ubican los mayores hallazgos son, evidentemente, El fantasma y La familia. En el primero, Alberto Busaid saca todo el partido posible a su personaje recurriendo a una ternura muy particular. En el segundo, por encima de los tipos esquemáticos, planea un clima de amenaza similar al del Boris Vian de 'Los constructores de imperio'. En el final, Las torturas, se intenta, mediante elementos del grotesco, cambiar el signo de la farsa. La dirección y los actores no lo consiguen. Quizá porque confunden truculencia con tensión dramática. 
J.A.G.


¿COMO SE HACE UN GROTESCO?
CIEN VECES NO DEBO, de Ricardo Talesnik. Dirección Luis Macchi. Teatro Margarita Xirgu.
Es una pieza de "buena factura", como diría un anticuado crítico de provincias. Con respecto a La finca y ¿Cómo se hace una fiesta?, sus dos piezas anteriores, Ricardo Talesnik ha ganado en oficio. El oficio, precisamente, es lo que aparece en todo momento: habilidad en el encadenamiento de situaciones y, sobre todo, cierta precisión para colocar réplicas detonantes cuyo reventón provoca ondas expansivas de hilaridad en la platea. También, está la astucia con que dibuja arquetipos y los enfrenta.
Este gusto por lo ingenioso, por el costumbrismo, por el boceto, lo emparienta con el español Alfonso Paso, con el norteamericano Neil Simón, con los franceses Barillet y Gredy, grandes fabricadores de espejismo para el halago del mal llamado gran público.
Es una pieza de "buena factura". Sin embargo, pudo haber sido un grotesco de calidad. Para ello, bastaba que la situación límite hubiera sido llevada hasta sus últimas consecuencias. Entonces, los arquetipos hubieran estallado dejando al descubierto los seres humanos. Tal es la mecánica del verdadero grotesco.
Pero en lugar de la violencia situacional y definitiva, el autor ha preferido cargar las tintas en los diálogos. A veces acierta. Otras, confunde fuerza con excesos. Entonces la sala del Margarita Xirgu se parece mucho a la del Maipo. Porque al retroceder y refugiarse en el conformismo final, Talesnik rehúsa atravesar la frontera de lo meramente pintoresco.
La culpa, quizá, no la tenga su temor, sino que proviene de cierta idea preconcebida: la clase media argentina es fuente de toda cobardía y definitivamente incapaz de cualquier acto de valor personal, un maniqueísmo subyacente cuyas puntas y ribetes ya asomaban en La Fiaca cuando el protagonista Néstor Vignale abdicaba de su libertad por la mitad de un sandwich.
Al igual que Vignale, los amantísimos progenitores de Lidia, una provocativa adolescente liberada, truecan su honor por un plato de lentejas. Cuando se enteran que la "nena" ha quedado embarazada sin saber quién es el padre de su futuro vástago, sus esquemas de vida se derrumban. Impulsados por un mezquino concepto de la moralidad cuyo motor es el "qué dirán" ("todos nos espían, los vecinos, los parientes y hasta la policía") tratan de casarla. Primero con el inocente y atildado novio. Luego con cualquiera de los dos amantes: Paco un desgarbado estudiante y Millán un poderoso hombre de negocios. Ninguno querrá entrar en el juego. Millán, por el contrario, terminará doblegando al padre con su dinero y sus influencias. De paso, le demostrará quién es quién y el lugar que cada persona debe ocupar de acuerdo con su clase.
Con un texto muchas veces excesivo, con tipos esquemáticos que llegan hasta la caricatura, el director Luis Macchi debió haber tomado sus precauciones para suavizar los trazos fuertes. Era la única forma de contener los desbordes de Pepe Soriano que aparecen aún mayores frente a las debilidades de Emilio Disi y Víctor Bruno y a la inexistencia de José Slavin. Los dos únicos personajes en los cuales se advierte un atisbo de complejidad son los confiados a Elsa Berenguer y Beatriz Matar. La primera apela a su probada experiencia para hacer más sinceras las tribulaciones de una madre cuya frustrada vida conyugal se hace evidente frente a los problemas desencadenados por la hija. La segunda vuelca toda su veracidad en la construcción de un personaje ambivalente y que deja de progresar a partir de la segunda parte.
La escenografía de Julia Bertotto y Jorge Sarudiansky funciona también como un pleonasmo: hubiera sido preferible un ambiente anodino y colores neutros para aliviar una atmósfera recargada ya por el texto.
J.A.G.

PERISCOPIO
25/VIII/70