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pie de fotos
-Larga travesía hacia la desolación, desde Portillo hasta Las Cuevas, la mortaja que cayó desde las cumbres
-Segundo Madrid, Primera Plana y la patrulla chilena e intendente Crucil
-Portillo, café-society en acción
-El brazo de Bernardino Vera

 

 

La noche del miércoles 18 hacía 25 grados bajo cero en Las Cuevas, un caserío empotrado en una hondonada, al pie del Cristo Redentor y a un kilómetro y medio de la frontera con Chile. Era, entonces, apenas un páramo blanco. La mitad de los edificios yacían bajo una espesa mortaja de nieve y el silencio se quebraba, a veces, por el acompasado siseo de las palas y el llanto de los sobrevivientes. A ratos, también, silbaba el viento blanco, filtrándose entre las rendijas de la Hostería.
Juan Crucil, el dueño, abrió la puerta y trajo una mala noticia: otro alud se había precipitado sobre el tanque cisterna y lo había destruido, a 500 metros de allí. Pero a nadie sorprendió, Endurecidos por el frío y la resignación, ya nada podía importarles a los cuatro obreros del ferrocarril, acodados en torno de una mesa, jugando al truco, "Están jugando con los naipes de un compañero muerto", explicó el doctor Raúl Rodríguez Minola (33 años, una hija). Los naipes habían sido rescatados de un derrumbe y hubo que limpiarles las manchas de sangre para que los sobrevivientes pudieran entretenerse en algo, tras 36 horas de espera. Exactamente a las 22,40 del domingo, cuando una gigantesca masa de nieve y piedras se abalanzó sobre el sector Este del villorrio y aplastó quince casas, el barrio obrero íntegro.
Nueve horas antes, una calamidad semejante había abatido el Hotel de Turismo de Puente del Inca, a unos 20 kilómetros de Las Cuevas, camino de Mendoza. Desde la cumbre del cerro Banderita Azul, una avalancha de hielo y piedra destruyó las 7 décimas partes del Hotel y una endeble capilla aledaña, abriendo la marcha de lo que sería un largo convoy de ataúdes y clausurando la esperanza de recuperar con vida a las víctimas que engrosaron el rubro de los desaparecidos, el más numeroso. "Los encontraremos en verano, cuando la nieve se derrita", musitó un baqueano del lugar.
Hacia fines de semana, los ocho cadáveres de Puente del Inca y los cuarenta de Las Cuevas reflejaban someramente las proporciones de la catástrofe y contribuían a precisar sus consecuencias, al menos las inmediatas.
Después de los aludes, Puente del Inca y Las Cuevas quedaban libradas casi a sus propias fuerzas, porque los medios carreteros se interrumpían a partir de Polvaredas, un miserable paradero de ómnibus, junto al río Mendoza, a 48 kilómetros del puente del Inca y a 55 de Uspallata, cuartel maestre de médicos y destacamento de rescate.
Sin embargo, las cifras no consiguen transmitir la desolación que sofocó a los sobrevivientes, ni tampoco el fervor épico que empujó a las primeras brigadas da auxilio a desafiar las agujas de hielo que corrieron en Puente del Inca, la noche del domingo, a 120 kilómetros por hora. El huracán y los 12 grados bajo cero impidieron, esa noche, que soldados de la Compañía de Esquiadores de Alta Montaña pudieran intentar cualquier maniobra de salvamento. Apenas si pudieron arrojar, a través de un hueco, un par de mantas a un mozo del Hotel, Genaro Frivallo, atrapado entre las ruinas, taponado hasta la cintura por la nieve. "Pedía que lo matáramos, que no prolongáramos su agonía", recordó un conscripto. Frivallo fue liberado la mañana del lunes, pero sólo para, morir horas después.

El infierno blanco
La anécdota se repite hasta el cansancio. Voces que plañen el mismo desconsuelo, secan de lágrimas los ojos de los sobrevivientes, Juan Crucil (27 años, un hijo), que hasta hace diez días repartía su tiempo regenteando la única hostería de Las Cuevas y ejerciendo la intendencia de la aldea, esbozó una pálida sonrisa: "Le puedo contar diez historias igualitas -confió a Primera Plana-, todas las que quiera. Empezando por la señora de Lobos."
La señora de Lobos persistió 48 horas sepultada bajo las ruinas de su casucha, con una viga que apretaba sus piernas y una roca de sesenta kilos sobre la espalda. El viento blanco ("Imposible andar con anorak; una nieve molecular se filtra por los resquicios del cierre relámpago; nadie resiste más de un par de horas") postergó su rescate, hasta que, por fin, amainó, la noche del martes 17. "Demasiado tarde, Cuando le quitamos la piedra de encima alcanzó a agradecernos, pero murió en seguida, carcomida por la gangrena."
Primera Plana participó del cortejo que la población de Las Cuevas convirtió en un funeral simbólico para honrar a todos sus muertos. Pero a lo largo de esa inmensa avenida blanca, ninguno de quienes arrastraban el féretro quitó los ojos de encima a un glaciar que se alzaba agorero frente a ellos. Andaban pesadamente sobre esa playa de hielo, alfombrada de techos, como si estuvieran ya condenados, Aun así, ensayó alguna sonrisa: "Si se desmorona el Hombre Cojo —el glaciar—, entonces sí que ni noticias de Las Cuevas." Pero el peligro más inminente, según el doctor Rodríguez Minola, residía en algunas piedras ("Como aquélla, ¿la ve, allá, quietecita?") que quedaron a mitad de camino.
Esas presencias recluyeron a un segundo término el peligro que significaba el desborde del río Mendoza, cuyo curso fue taponado por los aludes frente al Hotel de Puente del Inca y a pocos kilómetros de la ciudad de Tupungato. A mediados de semana, aviones de la IV Brigada Aérea, con asiento fin El Plumerillo, lo sobrevolaron para determinar el riesgo de inundaciones y, consecuentemente, la necesidad de un bombardeo.
Hasta entonces, esas tareas de reconocimiento —con excepción del puente aéreo que establecieron tres helicópteros, uno de Agua y Energía y los otros del Ejército— constituyeron toda la ayuda prodigada a la población de Las Cuevas. "La radio dijo que llegaron 300 soldados y, como usted ve, es una gran mentira", bramó Crucil, angustiado por la lenta evacuación de heridos, a no más de tres por helicóptero. "La única presencia militar fue la del general José Jaime Toscano (comandante de la Cuarta Brigada de Infantería de Montaña, de Uspallata), en una corta visita de inspección. Y lo peor es que cuando decidió volver a Polvaredas, postergó a una mujer y su hijo que aguardaban turno para ser evacuados."
Otro militar, el coronel-médico Ernesto Agustín de Palacios (44 años, tres hijos), que compartió con Rodríguez Minola los trajines de salvamento, fue el único uniformado que no cejó ante el impedimento de un tren de auxilio militar encallado en la nieve. "Insistí para que fletaran desde Mendoza un DC3 provisto de esquíes, cuyo aterrizaje era posible en la Quebrada Matienzo, un valle de 20 kilómetros de longitud, a 3 kilómetros de Las Cuevas. Nadie me hizo caso", protestó Rodríguez Minola. Debieron caminar dos días hasta Polvaredas, antes de llegar al epicentro del desastre.

El llanto de los millonarios
Igualmente azaroso resultó el itinerario que debió cumplir Primera Plana para alcanzar Las Cuevas. Sortear los muros de hielo, enquistados sobre los caminos de cornisa, era un impedimento menor comparado con la severa consigna impuesta por el general Toscano: prohibir el tránsito de todo vehículo que no sirviera expresamente al operativo de rescate.
El enviado de esta revista voló a Santiago de Chile y de allí a Los Andes y Río Blanco; un helicóptero particular lo acercó a Portillo, el lujoso hotel instalado frente a la Laguna del Inca, a 17 kilómetros de la frontera argentina,
Portillo vivía, el miércoles 11, la elegante víspera de un Campeonato Mundial de Esquí: el hotel congregaba a 350 play-boys, señoritas de la aristocracia europea y deportistas, para quienes los 4 mil pesos diarios de hospedaje resultaban tolerables. Fuera de programa, al amanecer del jueves "y después de una intensa noche de conga",. según Alta Rockefeller, un zumbido que terminó en renco estrépito y que hizo temblar los cimientos del hotel y electrizó a los huéspedes. A unos cien pasos del edificio, una mole de hielo había sepultado la Casa Redonda, un anexo, y muerto a sus cinco ocupantes.
Al rato, un vendaval de nieve incomunicó a Portillo del resto del mundo.
"Todos estábamos dispuestos a cooperar, utilizando sondas para descubrir a los sepultados —contó Alta Rockefeller (24 años, bisnieta de John Rockefeller, casada con el uruguayo Guillermo Palmer y residente en Buenos Aires) —, paro la tragedia recién comenzaba," La montaña bramó de nuevo y otro desprendimiento amenazó con estragar a los voluntarios, desde entonces absorbidos por el pánico: el personal del hotel desertó de su trabajo y emprendió la retirada, a pie, hasta Santiago. Hubieran llegado, a expensas del llanto de los multimillonarios, si no fuera porque otros aludes los impulsaron a quedarse quietos y encomendarse a Dios. Tal vez los detuvo la milagrosa aparición de Dick Hawkins (20 años, esquiador norteamericano), liberado de su tumba de la Casa Redonda, de la que emergió dos horas después del derrumbe, en calzoncillos, Su lugar fue ocupado por Alfredo Fraga, fotógrafo del matutino La Nación, de Buenos Aires, víctima de una bronconeumonía.
Al mediodía del miércoles 18, el subteniente Vergara Muñoz, al mando de una patrulla de la Escuela de Alta Montaña de Chile, arribó a Portillo: "Buscamos al periodista argentino que quiere ir a Las Cuevas." Fue el comienzo de una peregrinación de 20 kilómetros, cerros arriba, en marcha forzada sobre senderos de escarcha. Hundirse hasta los tobillos, el rumor de las avalanchas a lo lejos, y el fantasma del apunamiento, acechando, significaban un peligro despreciable: "Mucho peor es quedarse quieto, hay que seguir", azuzaba Vergara Muñoz, temeroso del frío y el congelamiento, "Hay que seguir, hay que seguir," Luis Guajardo Castillo, un obrero chileno, repitió la frase incansablemente durante todo el trayecto, las siete horas ininterrumpidas que demandó divisar los techos de Las Cuevas. Allí, Guajardo se arrodilló ante los escombros de la casa de su hermana, "Todavía no la hemos podido sacar", le dijeron.
Tampoco pudo rescatarse el cadáver da Bernardino Vera, cuya mano afloraba entre un bosque de astillas. Esa mano, sucia de barro y apenas crispada, enfrentó a los sobrevivientes a su propia impotencia, y los acercó a la furia cuando fueron notificados de que el gobierno argentino había desechado la ayuda de patrullas con víveres y medicamentos, dispuestas desde la Escuela de Alta Montaña de Río Blanco, Chile. "Al principio dijeron que sí —había dicho el comandante Reyes a Primera Plana—; después hubo contraorden. No la necesitan."

Los héroes desolados
"No, señor, carne tenemos. Sólo que yo no la puedo cortar. ¿Me ayuda?" Sonriente, en la hostería de Crucil, Segundo Madrid (19 años), era uno de los agradecidos beneficiarios de un hacendado anónimo que donó 25 cabezas de ganado para que los sobrevivientes de Las Cuevas no pasaran hambre. Con su mano vendada, Madrid pugnaba por cortar su churrasco, y sonreía. Después de un cotejo de opiniones, era el único de los moradores de la zona "que preferiría quedarme aquí, yo nací aquí, ¿por que habría de irme?" No lo amedrentó su zumbido que escuchó 'la noche del rodado', mientras él estaba en el baño y, de pronto, se abrió la puerta y lo anegó una ola de nieve. "Con esta mano golpeé el vidrio de la ventana, hasta romperlo", memora. Salió por el boquete a una intemperie arrasada por el viento blanco, "y estaba desnudo, ¿sabe?"
Gerardo Cirica, sentado a su lado, lo palmeó: "Es nuestro héroe, Apenas salió afuera, lo primero que hizo fue pedir que salváramos a sus padres. Y hubo que encerrarlo para que no ayudase en la tarea de rescate. ¡Imagínese, desnudo!" Cirica (30 años, obrero de la usina) comandó esa misión y puso a salvo a los padres de Segundo, pero cuando se disponía a liberar a otras dos mujeres de la familia, una nueva marejada aplastó la casa, la hundió bajo la superficie.
El jueves, alrededor de sus churrascos, los hombres de Las Cuevas volvieron a reír cuando Segundo reveló su secreto; "Ustedes me encerraron, pero yo pude escapar de nuevo, porque oí llorar a un chico. Lo fui a buscar y me lo traje a babuchas." Esa risa no era nueva: se plasmó en la veintena de rostros curtidos que a lo largo de la semana pasada constituían el piquete de salvamento de sus propios vecinos. "Una manera de mantenernos animosos. Abríamos boquetes y contábamos chistes." Pero la mueca se diluyó abruptamente, ese mediodía, cuando un zumbido flotó por encima de la casa y alguien gritó: "¡Rodado!" Una falsa alarma: en ese momento descendía el helicóptero de Agua y Energía para evacuar a las últimas mujeres.

Las espadas de hielo
Entre ellas, Zulema Arias de Aguilera y su hija Angélica, rescatadas de entre las ruinas de su casa varias horas después del derrumbe, y protagonistas de una alucinación que no había epilogado hacia fines de semana. En el hospital Emilio Civit, no paraban de contar cómo Roy y Terry, dos cuzcos viejos que habían adoptado hacia ya años, las salvaron de morir ateridas de frío, echados sobre sus piernas, lamiéndolas. "No oímos ningún ruido —recordó la madre—; simplemente que todo se vino abajo y que los tirantes del techo nos apretaron contra el piso. No podíamos incorporarnos, ni sentarnos, sólo quedarnos quietas oyendo el crujir de las maderas". La señora Aguilera suspiraba por ver a sus otros dos hijos y a su madre ("Que están a salvo, por suerte", dijo), sin sospechar que Crucil había desechado ya la posibilidad de obtener siquiera sus cuerpos. "En verano, cuando la nieve se derrita."
La abnegación de Roy y Terry no alcanzó, sin embargo, a disipar el peligro que suponían los perros vagabundos, a los que Rodríguez Minola perseguía revólver en mano, "porque no vamos a dejar que se coman a los muertos." Era la primera de las maniobras preventivas, cuya culminación sería la de diseñar casas con amplios subsuelos, especies de shelters capaces de resistir el envión de una avalancha lanzada a 500 kilómetros por hora, "como la que sufrimos." Pero la idea de reconstruir Las Cuevas siguiendo el modelo de las aldeas de montaña de los Estados Unidos perecía sometida a una pesquisa que hacia fines de semana iniciaron algunos idóneos. ¿Por que se produjeron los aludes? ¿Por qué todos, casi simultáneamente, en mitad de un invierno no tan crudo como los anteriores?
En tanto el geólogo José Perinetti, de YPF, se acercó cautelosamente a la tesis echada a rodar por los baqueanos de alta montaña (que situaron su origen en los desplazamientos de rocas producidos durante el sismo del 28 de marzo último, con epicentro en plena Cordillera, a 195 kilómetros de Mendoza), el ingeniero Juan Barbera, de Vialidad Nacional, se inclinó por lo más obvio: "Demasiada nieve sobre las laderas." En tal caso, el sol límpido instalado sobre Las Cuevas y Puente del Inca, a partir del miércoles, inauguraría una escalofriante espera: "la de nuevas embestidas ni bien las masas de hielo se despeguen de las rocas.
(Primera Plana agradece a la revista chilena Ercilla y a la Escuela de Montaña de Río Blanco, Chile, la inestimable ayuda prestada a su redactor.)
revista primera plana
24 de agosto de 1965