Cine
El nuevo lenguaje

En la década transcurrida desde que Hollywood comenzó a decaer y la televisión se enseñoreó de la masa de la población, el cine tuvo un repentino y poderoso resurgimiento, y se convirtió ya en el arte característico de nuestra época.
Encabeza el movimiento renovador un número reducido de inteligentes pioneros en los cuatro puntos cardinales del globo: Akira Kurosawa ("Rashomon") en el Japón; Ingmar Bergman ("El séptimo sello", "Cuando huye el día") en Suecia; Alain Resnais ("Hiroshima mon amour") y Francois Truffaut ("Los 400 golpes") en Francia; Federico Fellini ("La dolce vita"), Michelángelo Antonioni ("La aventura") y Luchino Visconti ("Rocco y sus hermanos") en Italia; Tony Richardson ("Sabor de miel") en Inglaterra; Andrzej Wajda ("Kanal") y Roman Polanski ("El cuchillo bajo el agua") en Polonia; Leopoldo Torre Nilsson ("La mano en la trampa", "Piel de verano") en la Argentina; Satyajit Ráy ("Pater Panchali") en la India. Los imitadores de estos maestros forman legión. En todo el mundo la epidemia de cinemanía está haciendo estragos entre la generación joven. A todas horas del día y de la noche se ven jóvenes que recorren las calles con sus cámaras filmadoras de mano, mientras anuncian proféticamente, la nueva religión del cine. El director Francois Truffaut fue el que proclamó más apasionadamente el credo de esta religión.


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"Es necesario —dijo— filmar otros temas con otro espíritu. Es necesario salir de los estudios cinematográficos, que resultan caros, desordenados e insalubres. El sol cuesta menos que una batería de iluminación. Una cámara prestada, unos rollos de película barata, el departamento de un amigo, más amigos que representen las partes, y sobre todo la fe, la pasión puesta en el cine para poder derribar las barricadas, para poder servirse de esta forma de expresión, que es la forma del futuro, el arte del futuro. Está comenzando a producirse una revolución de intenciones. Ya no confiamos en los viejos esquemas, en los temas establecidos. ¡Queremos expresarnos! ¡ Queremos ser libres, libres de prejuicios, libres del antiguo culto de la técnica, libres de todo! ¡ Somos tremendamente ambiciosos y absolutamente sinceros!"
En Francia, donde el movimiento renovador se llama Nueva Ola, 60 directores noveles realizaron, en menos de dos años (1959-60), sus primeros largometrajes. En Polonia están en producción 22 películas, de metraje largo y corto. En Brasil hicieron su debut nueve directores en los últimos dos años, y dos docenas más harán lo mismo en los próximos doce meses. La fiebre revolucionaria surge en todas partes, y en todas partes los nuevos movimientos no son, a fin de cuentas, más que uno solo, un flamante cine internacional donde el escenario es el mundo entero, y donde la pantalla atrapa un microcosmos de humanidad.

Un cine rejuvenecido
Este nuevo cine internacional creó, con asombrosa rapidez, una audiencia igualmente nueva, de gente joven: según los exhibidores de una docena de países, ocho de cada diez espectadores de films extranjeros tienen menos de 30 años. Son vehementes: aplauden cuando les gusta y silban cuando les desagrada. También son expertos: la nueva generación de espectadores cree que la educación debe ser cinematográfica al par que literaria. Y, finalmente, es una audiencia masiva: en el terreno financiero, el nuevo cine da buenos resultados.
Aunque no alcanzan el nivel de rendimiento económico de las películas norteamericanas, que todavía se llevan las dos terceras partes de la taquilla mundial, en los últimos diez años doblaron sus ganancias en el mercado mundial "La dolce vita", por sí sola, rindió 10 millones de dólares). En los EE.UU., el cine no norteamericano, que en 1953 recaudó 5.200.000 dólares, dio ahora 69.000.000.
El apoyo del público y su propia economía de medios técnicos es lo que proporciona gran parte de su independencia artística a los hombres del nuevo cine. A pesar de todo, los resultados no siempre fueron felices. Los nuevos realizadores, en particular los muy jóvenes, han rodado kilómetros enteros de tonterías. Pero en general captaron el espíritu de la época (en definitiva, el propio espíritu de ellos no es otro que ese) y lograron cosas realmente bellas. En la última década hicieron desfilar ante nuestros ojos el drama heroico y la égloga pura, deliciosa alegría y sensualidad desatada, ingenio mordaz, intelectualismo agudo, desesperación depresiva, espectáculo apocalíptico y sombría profundidad religiosa. Enfocaron su cámara hacia la vida y le mostraron a la humanidad una imagen de sí misma veraz, terrible y muchas veces acongojadamente hermosa. Crearon una edad de oro del cine.

Para todos los gustos
Puede que el lector considere demasiado fuertes estas palabras. Pero para justificarlas basta con echar un vistazo a los films presentados en el Primer Festival Cinematográfico de Nueva York. El programa debía comprender películas que nunca hubieran sido proyectadas en los EE.UU., pero el director del festival logró seleccionar de entre ellas una veintena de excelentes cortos y media docena de admirables largometrajes. Entre estos últimos figuraban:
— El ángel exterminador, una de las películas más fuertes de Buñuel. Relata una parábola horripilante acerca de la salvación y la condenación, en la cual el genial anarquista desahoga toda su cólera contra los ricos holgazanes y contra la madre Iglesia; en el proceso de narración hace gala de una imaginación religiosa cuya demoníaca ferocidad ha sido pocas veces igualada desde las visiones de Jerónimo Bosch.
— En el medio de la vida, primer largometraje de Robert Enrico, realizador francés de 32 años. Es una adaptación de tres cuentos del escritor estadounidense Ambrose Bierce, que tienen como tema la Guerra de Secesión norteamericana. Aunque la película fue hecha en Francia y el reparto es enteramente francés, la atmósfera americana de la época está exquisitamente lograda. La anécdota se narra en un fluir sutil y seguro de imágenes, y la fotografía de Jean Boffety es grave y admirablemente bella.
— El cuchillo bajo el agua, de origen polaco, es una película de notable profundidad conceptual y gran hermosura plástica. Su director, Román Polanski, de 30 años, pone a dos hombres violentos y a una sugestiva mujer a bordo de un pequeño velero, les da un cuchillo, y deja que durante los 90 minutos siguientes la tensión crezca, crezca, crezca...
— Hallelujah the hills, obra del norteamericano Adolfas Mekas, es una divertida farsa acerca de dos grandullones boy-scouts que se enamoran de la misma chica.
— Los novios, segunda película de un italiano de 32 años llamado Ermanno Olmi, se convertirá probablemente en un clásico del cine. Es la simple historia de un amor que la ausencia robustece, pero el director la narra con maestría absoluta.
— The servant es una morbosa variación sobre el tema de Otelo. Fue dirigida en Inglaterra por Joseph Losey, norteamericano que vive y trabaja en Europa, y cuenta cómo una siniestra criada destruye a su patrón aprovechándose de su debilidad por las mujeres ... y por los hombres.

El "milagro" japonés
Los historiadores del nuevo cine se remontan hasta otro festival para buscar sus orígenes: el de Venecia, de 1951. Ese año, la película menos esperada y en la que menos se confiaba era una japonesa titulada Rashomon. Todos los expertos sabían que el cine japonés no pasaba de ser un despliegue de crisantemos artificiales, y por eso mismo, los miembros del jurado tomaron asiento bostezando de antemano. Cuando se levantaron, estaban absolutamente deslumbrados. Rashomon fue un rayo que golpeó violentamente al hombre para probarle que no es poseedor de la verdad. Técnicamente, la película era de una increíble originalidad, y espiritualmente era madura, fuerte, viril. No había duda de que se trataba de la obra de un genio, y ese genio era Akira Kurosawa, el primer heraldo de la nueva era cinematográfica.
Kurosawa había estudiado pintura, y su interés por el cine surgió porque todas las películas le parecían estúpidas y gratuitas. Rashomon fue su décimo film, y a partir de él produjo una continua sucesión de obras maestras. Los siete samurais (1954) es considerada por muchos la mejor película de acción que se haya hecho nunca; se trata de un idilio militar con moraleja social: los mansos heredarán la tierra... cuando aprendan a luchar por sus derechos. Vivir (1952), la obra más perfecta de Kurosawa, describe la tragedia y la transfiguración de un hombrecillo irremisiblemente común, un humilde tenedor de libros, que no se atreve a vivir hasta que se entera de que va a morir. Yojimbo (1962), concebida como parodia del clásico western, aúna la tragedia y la comedia en una feroz sátira sobre las costumbres, la política y la moral del siglo XX. Otra película de Kurosawa, que en inglés se tituló I live in fear (1955), es un imponente estudio de la vida de un hombre bajo la sombra de la bomba atómica. Se exhibió en sesión privada durante el Festival de Nueva York, pero es posible que jamás se muestre comercialmente en los EE.UU., porque los exhibidores consideran que trata un tema muy espinoso.
Kurosawa no es accesible para todo el mundo. Desde Eisenstein, ningún director había desplegado tal cantidad de energías elementales. Trabaja con tres cámaras a la vez, usa muy a menudo lentes telescópicas que se sumergen profundamente en la escena, absorben toda la acción y luego la lanzan violentamente al rostro del espectador. Pero Kurosawa es mucho más que un simple maestro del movimiento. Es un ironista que sabe compadecer, un moralista con sentido del humor, un realista que escarba en la oscuridad y luego enciende una antorcha.
Kurosawa despertó la atención de los espectadores, quienes inmediatamente descubrieron a Ingmar Bergman. 

El genio escandinavo
Como hombre, Bergman no es especialmente notable: alto, delgado, de ojos verdes y dientes salientes. Pero como artista es algo sin precedentes en el cine, un poeta metafísico cuyas películas configuran los distintos capítulos en una alegoría continuada sobre el progreso de su propia alma en su torturada y solitaria búsqueda del sentido de la vida, de la experiencia de Dios. En sus primeros films (El demonio nos gobierna, Noche de circo), Bergman lucha por liberarse de la fascinación de la madre, de la incestuosa búsqueda de la inocencia, la seguridad, la muerte. En las brillantes comedias de su segunda etapa (Una lección de amor, Sonrisas de una noche de verano), desata la inevitable guerra de hombre contra mujer. En El séptimo sello se sumerge directamente en el abismo de Dios y pasea por entre las raíces retorcidas y atrayentes de la religión viva. En sus últimos films (La fuente de la doncella, Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno) sigue estando presente Dios, pero siempre de manera temible o ambigua: como fuente de agua, como araña gigantesca, como silencio. Nunca como amor, jamás en el centro del corazón humano.
Y así continúa la búsqueda. La conduce con inteligencia e ironía, con una belleza que seduce interminablemente los sentidos, con una concepción sutil de la forma, quizás más teatral que cinematográfica, con un don de intuición tan intenso que a veces parece propio de un insano. Pero Bergman no es un hombre enfermo: es un genio enfermo. Su mal es el mal de la época: la muerte del corazón, la separación del origen. Su genio consiste, en expresar aquello de lo que todos los hombres sufren.

El fin del neorrealismo
Bergman cayó sobre París como un golpe de viento norte. En 1957, cuando se proyectó por primera vez un ciclo de sus films en la Cinematheque Francaise, cientos de cinemaníacos hicieron cola noche tras noche para conseguir entradas. "Nos demolió completamente —dijo Truffaut—. Nos encontramos con un hombre que había hecho lo que todos nosotros soñábamos hacer: había escrito films de la misma manera que un escritor escribe libros, solo que usando una cámara en vez de una pluma."
Estimulado por Bergman y por una encantadora película norteamericana. El pequeño fugitivo, que había costado nada más que 100.000 dólares, Truffaut consiguió un préstamo de su suegro, y un lindo día de 1958 comenzó a rodar 'Los 400 golpes'. Por la misma, época, Claude Chabrol, que trabajaba con Truffaut como revisor de los Cahiers du Cinema, gastó una herencia, que había recibido su esposa, en la realización de la película titulada El bello Sergio. Mientras tanto, Marcel Camus, asistente de algunos directores franceses, se trasladó al Brasil para rodar un film en colores cuyo título fue Orfeo negro. Y Alain Resnais, oscuro realizador de documentales, logró interesar a unos cuantos hombres de negocios y obtuvo el dinero necesario para volar al Japón y filmar una película: Hiroshima, mon amour.
De golpe llegaron todos estos films a París. De golpe. La prensa y el público comenzaron a hablar de ellos. De golpe, se llevaron los premios principales de Cannes, y nació la Nueva Ola.
Pasaron cuatro años, y la Nueva Ola sigue rompiendo con fuerza. Produjo una docena de películas de primera calidad, y nuevos actores y actrices que alcanzaron fama internacional (Jeanne Moreau, Jean-Paul Belmondo, Jean-Pierre Cassel). También produjo una veintena de jóvenes y talentosos directores. Philippe de Broca creó dos de los más divertidos films hechos en Francia desde Rene Clair: Los juegos del amor y El amante de cinco días. Jean-Luc Godard produjo un melodrama asombrosamente cubista: Sin aliento. Pierre Étaix, Louis Malle, Roger Vadim, Henri Colpi y Agnès Varda tienen Una obra notable. Pero la fama del nuevo cine francés se debe principalmente a dos hombres.
Alain Resnais (41 años), el más famoso de los dos, es el teórico y técnico supremo, el Schoenberg del cine. Hiroshima desconcertó a los críticos por sus metódicas modulaciones y su estructura armónica. Pero Hace un año en Marienbad dejó a Hiroshima a la altura de un simple ensayo. Resnais unió en esa película cuatro planos temporales distintos, cinco puntos de vista e innumerables encuadres llenos de referencias simbólicas, en una estructura infinitamente intrincada que parecía más un rompecabezas que un film, y que era más a propósito para exhibirse ante una computadora electrónica que ante un ser humano. Y cuando finalmente se resolvía el rompecabezas, ¿qué quedaba? Todo, y a la vez nada.
En suma, Resnais tiene el talento de poder decir en la pantalla todo lo que se le ocurre. Desgraciadamente, no tiene nada —o casi nada— que decir. Como artista, carece de humanidad, de sangre. Está fuera de este mundo, está en el aire. No obstante, su arte es importante. Logró modificar la idea general acerca de qué cosa es un film. Concedió libertad a todos los realizadores para que remoldeen el cine de acuerdo con los deseos de cada uno.
Francois Truffaut (31 años) es quizá el talento cinematográfico más rico entre los nuevos directores franceses. Su arte es tan cálido como frío el de Resnais. Sus películas versan sobre gente real con sentimientos reales: un chico que huye de su casa, un hombre cuya esposa se va con su mejor amigo. Las películas de Truffaut son densas porque la vida misma es densa, pero al mismo tiempo son alegres y optimistas. Tienen naturalidad, y, como las cosas naturales, están llenas de pasos en falso y de vueltas inexplicables. Pero atrapan al espectador y continúan latiendo en su mente hasta mucho después de la palabra fin. Las producciones de Truffaut son cada vez más perfectas. 'Disparen sobre el pianista' es mucho más inteligente y hábil que Los 400 golpes, y la agridulce sabiduría de 'Jules et Jim' convierte a las dos anteriores en juego de niños.

Francia: la "nueva ola"
Mientras tanto, el cine italiano tomó un nuevo rumbo. Después de la muerte repentina del neorrealismo italiano (Roma, ciudad abierta, Ladrones de bicicletas) —que murió a manos de los políticos, convencidos de que esa clase de películas arruinaría el magnífico negocio del turismo—, los italianos no produjeron más que monstruosidades mitológicas o comedias pletóricas de muchachas rozagantes. Sólo el genial Vittorio de Sica logró arrancar un débil sonido al clarín de la reforma con su film El techo (1956). A fines de la década del 50 apareció en el mundo del cine Pietro Germi, que más tarde haría una comedia áspera y brillante titulada Divorcio a la italiana. En esa misma época se elevaron hasta su cúspide tres grandes talentos de Italia.
Luchino Visconti (56 años) pertenece a una familia noble y ostenta el título de conde de Modrone. Sus amigos dicen de él que "vota por la izquierda y vive en la derecha". Rocco y sus hermanos (1960) es una magnífica resurrección del neorrealismo, en que Visconti narra la historia de una familia de campesinos que se establece en la ciudad, y acaba desintegrándose en los enormes e insensibles engranajes de Milán. En El gatopardo (1963), adaptación de la novela de Giuseppe di Lampedusa, muestra una forma de vida feudal que se acaba, y los últimos restos de un hombre benévolo que la ha vivido con honor.
Los films de Visconti son a veces laboriosos y doctrinarios, pero poseen la solidez y la urgencia de los cuerpos vivientes. Por momentos parece que carecieran de dirección; en realidad, la acción transcurre como una corriente lenta que va a desembocar irremisiblemente en un estallido.
Federico Fellini (43 años) es el más imaginativo, versátil y popular de los nuevos directores italianos. En Los inútiles (1953) realizó una sátira social convencional pero perfecta. En La strada (1954), comedia poética, siguió las huellas de Chaplin, pero no logró amoldarse del todo a ellas. En La dolce vita (1960), la película que consagró mundialmente tanto a Fellini como al actor Marcello Mastroianni, construyó una parodia espectacular del Apocalipsis, en la cual la profecía se cumple plenamente, y Roma, la Gran Ramera bíblica, se enloda concienzudamente a lo largo de siete noches de destrucción. En Ocho y medio (1963), su película más audaz hasta la fecha, apuntó la cámara hacia su propia psiquis, y la dejó recoger sus temores y fantasías, sus deseos y desesperaciones, en un lenguaje cinematográfico que tiene más que Joyce que de Griffith.
Todas estas películas están hechas con gran despliegue de dialéctica; Fellini es, sin lugar a dudas, uno de los directores más llenos de imaginación que han existido jamás. Desdichadamente, a esta imaginación no la controla el buen gusto: trata de satisfacer la sed de sensacionalismo del público.
Michelangelo Antonioni (49 años) es la antítesis temperamental de Fellini: un esteta sensible que ni aunque se esforzase caería en el mal gusto. Ha hecho tres películas de valor; La aventura, La noche, El eclipse. Cualquiera de ellas bastaría para consagrarlo como uno de los más finos estilistas en la historia del cine. Su estilo es lento y amplio. Cada escena comienza un poquito antes del verdadero comienzo, y termina un poquito después de su verdadero final. Por lo general, la cámara permanece quieta, y los actores se mueven como figuras de una procesión funeral. Indudablemente, lo son. Cada uno de los films de Antonioni es el velatorio sombrío y ceremonioso de sus muertos en vida. Sus caracteres no conocen ya el sentido de la existencia, ni la razón por la que están en el mundo. Vagabundean a través de una fatigosa serie de amores sin amor, con la débil esperanza de que el contacto amoroso reavivará en sus corazones el apagado fuego de la vida.
El tema es bueno, y de rigurosa actualidad, y Antonioni lo expone en términos series y nobles. Lo malo es que lo expone una y otra vez, continuamente. Pareciera que no tiene nada más que decir. Si es así, el eclipse que prevé puede muy bien ser el suyo propio.

Iracundos en el cine
Si los directores franceses e italianos dan por sentado el hecho de que el cine es un arte importante, por derecho propio, la mayoría de los realizadores británicos no están tan seguros de ello. Las películas inglesas se consideran subsidiarias del teatro y la literatura. En realidad, muchos de los nuevos films de Gran Bretaña son adaptaciones de dramas y novelas; el cine inglés se deja conducir dócilmente por el grupo padre, o sea el literario. Pero desde que este grupo padre es el de los "jóvenes iracundos", las cosas cambiaron. Casi todas las buenas películas británicas de los últimos cinco años están políticamente en la izquierda: son films de protesta social, y, generalmente, esta protesta se dirige a las condiciones de vida de los villorrios industriales de Yorkshire.
El director Jack Clayton rompió el fuego con una cruel monografía acerca de la diferencia de clases, titulada Almas en subasta, que realizó en 1958; antes de que hubiese transcurrido mucho tiempo avanzó otro artista, más joven y más iracundo que Clayton, y tomó la dirección del movimiento. Tony Richardson dirigió Recordando con ira, Imprevisto pasional, Sabor de miel y The Loneliness of the Long Distance Runner.
Cinematográficamente hablando, Richardson no es un gran realizador. Por temperamento y profesión es director de teatro, y a veces resulta muy bueno como tal. Posee inteligencia para elegir sus actores y sabe sacar de ellos el máximo de provecho posible. Bajo su guía, Albert Finney, Rita Tushingham, Tom Courtenay y Rachel Roberts llegaron a ser atracciones cinematográficas internacionales. Pero los espectadores se están aburriendo un poco de ver siempre los mismos techos grises y las mismas cocinas oscuras.

Grandes films por doquier
Fuera del epicentro del nuevo cine, que forman Francia, Italia y Gran Bretaña, se están formando rápidamente nuevas concentraciones de producción cinematográfica, algunas de ellas detrás de la Cortina de Hierro. Polonia, por ejemplo, es un país que cuenta con innumerables adictos al cine. El director Polanski posee una preparación completa, y Andrzej Wajda es más logrado todavía. Dos películas suyas sobre la guerra admiraron al público con su sombría intensidad: Cenizas y diamantes y Kanal. La producción húngara se ha doblado en los últimos diez años, y, desde 1959 en adelante, la calidad de las películas soviéticas está en continuo aumento. Basta citar Pasaron las grullas, La balada del soldado, La infancia de Iván.
En la India está Satyajit Ray (42 años), que antes de demostrar su talento natural, uno de los más grandes del mundo, se había dedicado a hacer películas comerciales en Calcuta. Sus obras están llenas de vida y luminosidad espiritual. Las tres primeras (Pather Panchali, Aparajito, El mundo de Apu) conforman una trilogía que describe la vida india mejor que muchos volúmenes de historia, y constituye por sí sola la obra de arte suprema de la cinematografía asiática. Las películas que les siguen (Devi, Dos hijas, La sala de música) son aún más logradas, bellas y armoniosas; serenas, como suelen serlo todas las cosas profundas. No hay prisa en ellas: se toman su tiempo para existir. Experimentan la vida y experimentan la muerte. Ninguna cosa humana les es extraña; son obras de amor.
En la Argentina tenemos a Leopoldo Torre Nilsson (39 años), el Bergman de las Antípodas. No es en absoluto un gran artista, pero sus films (La casa del ángel, La mano en la trampa, Piel de verano) son inteligentes, elegantes, apasionados y veraces.

Mas allá de Beverly Hills
Cuando la gente piensa en el cine de los EE.UU., piensa en Hollywood. Pero el nuevo cine norteamericano no sale de Hollywood, sino de Nueva York. Hay casas de arte, cinematecas y pequeños grupos bastante extraños que se reúnen a medianoche en bohardillas de Greenwich Village y exhiben películas que ellos consideran de vanguardia. Todo esto es muy estimulante, y ha hecho que desde fines de la década pasada, varios cientos de personas anden recorriendo la ciudad en procura de realizar películas independientes.
Muy pocos triunfaron. En 1957, Morris Engel hizo Weddinqs and Babier. En 1959, Robert Frank filmó Pull my Daisy, y Sidne Meyers dirigió El ojo salvaje. En 1961, John Cassavetes lanzó Sombras, y Shirley Clarke hizo la versión cinematográfica de la obra teatral de Jack Gelber The Connection. El mismo año, Jonas Mekas filmó Guns of the Trees, y dos años más tarde, su hermano Adolfas rodó Hallelujah the Hills. En 1962, Herbert Danska filmó The Gift, y Frank Perry se dio a conocer con David y Lisa, la mejor película norteamericana del año. Y en 1963, Robert Drew, Greg Shuker y Ricky Leacock produjeron The Chair. Algunos de estos films son bastante pesados, y unos cuantos resultaron decididamente malos, pero la mayoría fueron nuevos, vivos y originales, y al ser exhibidos en Europa impresionaron.
Más que muchos otros, los realizadores norteamericanos aprovechan las nuevas técnicas, fotómetros, cámaras manuales, micrófonos direccionales que captan las voces requeridas aunque estén en medio de una muchedumbre, equipos sonoros a transistores, etc. Tales artificios fueron usados con notables resultados, y se pueden conseguir en los principales centros cinematográficos. También hay una extensa variedad de películas extremadamente sensibles y rápidas, que hasta pueden filmar en la oscuridad.

Las posibilidades son infinitas
Estas nuevas herramientas enriquecen el lenguaje y el espíritu del cine, liberan a la cámara de sus antiguas ataduras, y le dan ojos de gato. Actualmente, las cámaras van dondequiera que vaya el hombre, y ven las cosas mucho mejor que él. Estos instrumentos hacen que el arte de la filmación se vuelva más liviano, más variado, y que alcance a captar un trozo de vida mucho más amplio. Pero su poder es más importante todavía: liberan a las películas de la jaula en la que habían languidecido durante tanto tiempo; liberan al realizador de la dependencia del financiero. El nuevo equipo es extremadamente barato: una cámara filmadora standard cuesta 25.000 dólares; una Arriflex, 3.500. Once lámparas comunes de estudio cuestan 2.100 dólares; ocho de las nuevas lámparas portátiles dan exactamente el mismo resultado y cuestan sólo 566.
Por primera vez desde que Edison dio vueltas a la manivela de su kinetógrafo y registró el estornudo de Fred Ott, el camino está abierto a la libre exploración de todas las posibilidades del cine como arte. Y estas posibilidades son, indudablemente, inmensas. Ningún otro arte puede explorar tan poderosamente la sugestión del tiempo y el espacio. Ningún otro arte tiene el poder de atrapar tan por completo al ser humano. Capta a la vez sus ojos, sus oídos, su mente, su corazón y sus apetitos. Es al mismo tiempo drama, música, poesía, novela, pintura. Lo atrapa y lo sumerge en una cueva oscura; lo rodea de silencio, de noche. Su ojo interno comienza a ver, su oído interno comienza a oír. Repentinamente, se abre en la oscuridad una inmensa boca que lanza visiones. Gente. Ciudades. Ríos. Montañas. Todo un mundo surge de la boca del transido médium, y se convierte en el mundo del hombre que lo contempla desde la oscuridad.
A los nuevos directores se les ha dado un gran poder mágico. ¿Qué harán con él? ¿Renovará Resnais la estética del cine? ¿Logrará Bergman atizar el fuego del corazón y llenar de amor este sombrío universo? ¿Realizará Ray su prodigiosa promesa, convirtiéndose en el Shakespeare de la pantalla? ¿O surgirán hombres nuevos que superen a todos ellos? Sea lo que fuere lo que ocurra, ya los pioneros abrieron el camino. El mundo va hacia una gran cultura del cine. El arte del futuro se ha convertido en el arte del presente.
revista panorama 
diciembre 1963