La muerte viene hacia el arquitecto
Mario Vargas Llosa, corresponsal de Primera Plana en París, vivió de insólita numera la muerte de. Le Corbusier, ocurrida diez días atrás. He aquí su relato

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El periodista maldijo una vez más contra su oficio, se subió las solapas del saco para protegerse de la absurda lluvia que nublaba el cielo de París y empapaba sus calles como en invierno (y era un caluroso día de agosto), entró en el lujoso y vasto hotel y preguntó en la recepción por el arquitecto Oscar Niemeyer. Luego de hacer una consulta por teléfono, una bonita muchacha de uniforme le dijo que podía subir: lo estaban esperando. Subió, pasó a una bella habitación alfombrada y alcanzó a divisar por una ventana los techos húmedos de París.
Saludó al hombre amable y tímido que lo invitaba a tomar asiento y, mientras insistía, hablando despacio para hacerse entender, para que su interlocutor accediera a concederle una entrevista, se decía a sí mismo que el arquitecto era mucho más joven de lo que él creía y también que era extraño que, siendo brasileño y tan brillante, fuera tan poco dotado para los idiomas. Porque el arquitecto joven no hablaba ni entendía el español y su francés era diabólicamente lento, inseguro y personal.
Discutían cortésmente, cada cual firme en su posición: el periodista empeñado en obtener alguna declaración, el arquitecto joven negándose, alegando compromisos, modestia, terror a la improvisación, cuando sonó el teléfono. El arquitecto joven levantó el auricular, escuchó, balbuceó unas palabras, colgó y se desplomó sobre un asiento, pálido. Ha muerto Le Corbusier, dijo.
A mil kilómetros de allí, en la Costa Azul, hacía un tiempo magnifico y, unas tres o cuatro horas antes, el viejo arquitecto —Charles-Edouard Jeanneret, llamado Le Corbusier, nacido en Suiza, el 6 de octubre de 1887—, había bajado, como todas las mañanas de este verano, a la minúscula playa de Roquebrune-Cap Martin, en ropa de baño, con un gorrito y una toalla al hombro.
Hacía calor, el sol incendiaba el cielo purísimo y, hacia la izquierda, se divisaba claramente la playa de Menton, las casitas blancas de techos rojizos del Malecón y, más lejos, el vago perfil de las colinas de la Riviera italiana. La playa estaba casi desierta y el viejo arquitecto debió sonreír, feliz, porque era huraño y detestaba el tumulto.
Pero a unos pasos de allí, asoleándose en lo alto de una roca, había un veraneante que contó después: "Lo vi sentarse a la orilla y tomar un rato el sol, cabeza arriba, con los ojos cerrados. Luego se paró y, ágilmente, se zambulló como un joven. Se alejó nadando y yo pensaba que era imprudente que un anciano así se metiera tan adentro, cuando, de repente, me di cuenta que le ocurría algo. Estaba a unos cincuenta metros de la orilla, flotando, y agitaba las manos con angustia. Incluso me pareció oír un grito mientras bajaba de prisa de la roca, gritando yo también, para que la gente que estaba en la playa comprendiera que el anciano se estaba ahogando. Cuando llegué a la playa, dos bañistas lo sacaban ya, tomado de los pies y de las manos".
El arquitecto joven se había puesto a hablar en portugués, pero a ratos parecía acordarse que tenía al periodista escuchándolo, y decía una frase en su incomparable francés, o en inglés, y luego se olvidaba y volvía al portugués: "En el Brasil, como en tantos otros países, nosotros estudiamos en los libros de Le Corbusier. Desde la Escuela, nos sentíamos atraídos por su obra, por su orgullo, por su tenacidad, por su voluntad férrea para hacer obras bellas, venciendo los enormes obstáculos. Sí, sí, yo tuve la suerte de trabajar con él en el proyecto de la Ciudad Universitaria del Brasil. También en el del Palacio de Educación y, en Nueva York, en el proyecto del Palacio de las Naciones Unidas. ¿Si Le Corbusier ha dejado pianos por realizar en el Brasil? Sí, felizmente, eso es casi un consuelo. Hace dos años, nosotros pedimos al gobierno de Francia que encomendara a Le Corbusier el proyecto de la Embajada francesa y así se hizo. El plano está hecho ya y pronto comenzará a llevarse a cabo. Será un recuerdo más de ese hombre extraordinario entre nosotros". El arquitecto joven estaba tan conmovido que a veces perdía la voz y, aunque se apresuraba a responder a las preguntas que le hacía el periodista, cuando sus silencios se prolongaban demasiado y parecían a punto de culminar en una crisis, éste tenía la certeza de que aquél olvidaba a cada momento su presencia. Afuera, seguía la maldita lluvia.
La pequeña playa soleada de Roquebrune-Cap Martin se había convertido en un agitado hormiguero. Dos hombres habían subido ya la cuesta y, jadeando, trepaban a un automóvil y arrancaban velozmente hacia Menton. Abajo, a pocos metros de la orilla, en medio de un círculo apretado de curiosos —turistas alemanes de blancas carnes irritadas por el sol pescadores, británicos largos y huesudos— el viejo arquitecto yacía inmóvil, amoratado, y así pasaron varios segundos antes que alguien se animara a romper la inmovilidad perpleja del grupo y, arrodillado junto al anciano, comenzara a hacerle la respiración artificial.
Media hora después se oyó una sirena y llegó de Mentón un carro de bomberos y una ambulancia con un médico. El viejo arquitecto no había reaccionado, y tampoco reaccionó con la bomba de oxígeno que le aplicó el médico, ni con las inyecciones. El médico indicó, por fin, que era inútil insistir. Los bomberos, entonces —absurdos con sus botas y sus cascos entre los bañistas—, pusieron al viejo arquitecto en una camilla, subieron con él la cuesta, y regresaron a Mentón. Dejaron al viejo arquitecto en la Morgue del lugar y, al salir, vieron sorprendidos que comenzaban a llegar periodistas, policías, curiosos. Poco después, el Consejo Municipal en pleno. El médico había permanecido junto al cadáver del viejo arquitecto y explicaba que había sucumbido víctima de una crisis cardiaca. Era el mediodía ya.
"¿Qué pienso de Le Corbusier?", repitió el arquitecto joven y miró al periodista como a un infame intruso. Pero al instante hizo un esfuerzo y sonrió sin ganas: "Lo que todo el mundo sabe —murmuró—. Que era un hombre extraordinario, el verdadero genio de la arquitectura contemporánea."
Quedó callado un momento, adoptó nuevamente ese curioso rostro de ausencia melancólica y añadió en portugués-inglés-francés: "Es un ejemplo para todos los arquitectos del mundo. Me siento apenado, como debe estarlo Francia, como deben estarlo todos los arquitectos, por esta pérdida irreparable. Sí, Le Corbusier fue a Brasilia. Yo lo acompañé y me sentí feliz guiándolo por la ciudad. Hizo críticas generosas, se mostró contento con lo que vio, y nosotros recordamos siempre lo que nos dijo en aquella ocasión. Por supuesto que su influencia fue muy grande en el Brasil, como en todo el resto del mundo. El sentó las bases de la arquitectura contemporánea. No, en este hiomento no podría decirle qué es lo que me parece lo más importante de su obra. Pero espere, tal vez sí su imaginación, su formidable inventiva, su asombroso poder de creación. Ha sido tino de los artistas más grandes ¿no es cierto?"
El periodista comprendió que el arquitecto joven ya no hablaría más y se despidió. En la calle, tomó un taxi y, al llegar al Arco de Triunfo, el chofer encendió la radio. Se oyó el final de una canción del siniestro Johnny Hallyday que hacía pensar en esquizofrenia y en la jaula de los monos del Zoológico de Vincennes, y después un locutor de voz untuosa se puso a contar que el viejo arquitecto había muerto, que había nacido 78 años atrás en Suiza y que, antes de dedicarse a la arquitectura, fue grabador y relojero.
Cuándo el taxi estaba cruzando el Louvre, se escuchó una declaración de André Malraux ("Fue el más grande arquitecto del mundo") y, después, otra del Director del Museo de Arte Moderno, Jean Cassou: "Fue uno de los mayores inspiradores de nuestro tiempo, en su espíritu, en su régimen, en su vida colectiva e individual".
De pronto, el periodista dejó de escuchar la radio y se puso a recordar la única vez que oyó al viejo arquitecto. Su voz era firme, nerviosa, y sobre todo rebelde: tronaba contra la Escuela de Bellas Artes, contra las Academias, negaba a viejos y jóvenes, decía que ya se había olvidado si alguna vez tuvo maestros y que, en todo caso, no quería tener discípulos porque le devorarían los ojos y, con amargura, se lamentaba de que ningún Estado europeo hubiera tenido la confianza que tuvo en él Nehru, al encomendarle la proyección de una ciudad. ¿Había dicho algo más el viejo arquitecto? Sí; que
su sueño hubiera sido rehacer París.
Pero ya habían llegado al Barrio Latino, y el periodista pagó el taxi y salió. Había dejado de llover.
7 de septiembre de 1965
PRIMERA PLANA