Paraguay
Como llegar a Presidente vitalicio


Carlos Levy, Gustavo González y Carlos Caballero

 

 

 

 

 

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Osiris Troiani, desde Asunción:
Un español y un norteamericano bajaban en el ascensor del Hotel Guaraní, en Asunción:
—Yo vendo represas.
—Mí aeropuertos.
—Nuestro cliente es el mismo, si no me engaño.
—¡Oh sí! Nuestro cliente Presidente Stroessner.
Se sentaron al borde de la piscina ; y pidieron dos dry Martini.
Era el martes pasado a las 17.45. Ya los altoparlantes rompían fragorosas polcas para la última concentración proselitista de la campaña presidencial. El general Alfredo Stroessner, 55 años, que descerrajó su golpe en 1954, se reelegía una vez más; y como el año pasado se mandó confeccionar una nueva Constitución, quedó entendido que hay que empezar a contar de nuevo; así, en 1973 podrá solicitar otro mandato y en 1978 arañará un cuarto de siglo en el sillón de sus admirados Francia (José Gaspar Rodríguez de) y López (Carlos Antonio y Francisco Solano).
En la tarde de cristal, una delgada brisa se refocilaba entre los pliegues tricolores, indefectiblemente acompañados de otra bandera, roja con estrella blanca: es la insignia de ese Partido Colorado que fundara el prócer Bernardino Caballero, un sobreviviente de la guerra de la Triple Alianza (1866-70) acogido por la diplomacia brasileña para convertirlo en jefe del nacionalismo guaraní.
Diez columnas avanzaban desde todos los barrios, y otras desde los pueblos suburbanos, hacia la plaza Juan de Salazar, donde este capitán fundó hace 431 años la ciudad cuyos hijos saldrían más tarde a poblar Buenos Aires. Cada columna tiene un jefe y varios celadores que pasan lista escrupulosamente. Los empleados públicos, los colegiales, venían a cumplir su deber cívico, y uniformes de las tres armas ponían en evidencia el partidismo de las Fuerzas Armadas; también se discernían artesanos y campesinos, traídos en camiones del Ministerio de Obras Públicas, cuando no en la flota, y los aviones que en los últimos años enorgullecen a la gente del Paraguay.
A la misma hora en que el Presidente Stroessner, con un pañuelo rojo sobre los hombros, trepaba al estrado y saludaba a la multitud con las manos enlazadas, el abogado, hacendado y empresario Carlos Caballero Gatti, 54 años, tres hijos, sacaba al patio las hamacas, para gozar con su "familia del vivificante aliento de la noche, en tanto que el médico Gustavo González, 68 años, dos hijos y cuatro nietos, en la solitaria biblioteca que se hizo edificar debajo de su casa, escribía uno de sus opúsculos sobre el ñandutí o sobre la medicina de los guaraníes, y por fin otro médico, Carlos Levy Rufinelli, 48 años, 2 hijos y un hermano abogado (Fernando), que es su segundo en el partido, volvía de una fatigosa excursión política, guardaba el auto en la cochera y se derrumbaba en la cama. "No estoy para nadie —dijo—, salvo si me llaman del sanatorio."
Son los tres rivales que le habían salido en las elecciones del domingo 11 al Presidente Stroessner. Dos viven en sendas quintas de la suntuosa Avenida Mariscal López; Levy en la calle Guaraní, del mismo barrio elegante; y tienen por vecino a su adversario, desde que ocupa la mansión presidencial. Son hombres cultos, cosmopolitas, satisfechos de la vida. Caballero (nieto de Bernardino) hizo fortuna durante sus años de exilio en Buenos Aires; González, de la sanidad militar, se retiró con el grado de general y, además de su prestigio de profesor, posee sólidos intereses en el campo; el único relativamente pobre, Levy, tiene, sin embargo, una situación holgada.
Los candidatos de oposición no aspiran, realmente, a la Presidencia, sino a promover, con sacrificio de tiempo y de dinero, y con las mordientes contrariedades de la política —que es, para los tres, una vocación secundaria y tardía—, las condiciones propicias a un régimen pluripartidista, como el que conocieron en su infancia. Es una época que la mayoría de los paraguayos repudia enfáticamente como dominada por una siniestra oligarquía.
Tal vez no lo fuera tanto. Los elencos gubernativos se alternaban más que ahora, y sólo excepcionalmente se sabía de un político venal. La opresión del mensú, fustigada por la colérica pluma de Rafael Barret, era intolerable, pero, no más que la de los campesinos en algunos países europeos, y decididamente preferible a la vida de los obreros ingleses en tiempos de la Revolución Industrial. O quizá la mayoría tenga razón: en una oligarquía mandan pocos, privilegiados de la sangre, el dinero y el talento, a quienes autolimita el sentido del honor; en las autocracias manda uno solo y se enriquecen muchos.
Ese vocablo —oligarquía— persigue a Caballero, que siendo estudiante participó en el "triunfo de un levantamiento popular contra los dos partidos tradicionales; él, cuyo Partido Revolucionario Febrerista se declara socialdemócrata y adhiere a la Internacional. También se ensaña con el médico que fue discípulo de Juan B. Justo, a quien escuchaba embelesado, cuando vivía su juventud estudiosa en una pensión de Buenos Aires; González, quien acaba de remozar el radicalismo con un ideario que admite la planificación económica y la Reforma Agraria sin indemnización previa. Y oligarca sería también Levy, que no intervino —y es hijo de inmigrantes— en los entreveros políticos del pasado.
—Antes —dijo González a Primera Plana—, los Presidentes y sus Ministros, los jueces y militares, morían pobres. Al Presidente Paiva, el partido tuvo que pagarle el sepelio; a otro, González Navero, hasta el ataúd; la familia de Manuel Gondra, para subsistir, tuvo que vender su biblioteca a la Universidad de Texas.
—¿Oligarquía? ¡Justamente!—, alegó Levy. Mire usted los nombres de los principales funcionarios desde 1940: casi no hay cambios. Es un pequeño grupo, no más de treinta personas; compare su situación económica entonces y ahora; vea a quién se conceden los créditos más jugosos, los contratos del Estado. Caballero se encogió de hombros desdeñosamente: —Han reformado la Constitución para reelegir al Presidente. ¿Por qué no aprovecharon para un leve retoque del derecho de propiedad? Para ellos, las encíclicas papales son comunistas.
En cuanto a Stroessner, no aprendió ciertamente el arte de la política en los libros de historia; la aprendió mientras la hacía. No acudió al secretario de Florencia, a que le demostrase el mérito de ejecutar desde el principio todas las crueldades necesarias, para no tener que volver sobre ellas todos los días, mientras que los beneficios deben otorgarse lentamente, para que los gobernados puedan saborearlos mejor. Una vez más se observa que las lecciones de Maquiavelo son obvias, que las practican corrientemente hasta los políticos de parroquia, y que si ese hombre irrita a algunos no es por lo que enseña, sino porque los desenmascara.
El hecho es que, descripto en los años 50 como la mano más dura en un país de hombres muy duros, el Presidente, hace ya una década, ha sabido granjearse una persuasiva imagen paternal, celebrada por sus propios adversarios. Esa aureola trascendería mucho mejor al extranjero si sus cortesanos no se empeñasen en sobornar a los periodistas, o a los que se presentan como tales. Después de implantar el orden, ha concedido la paz. Quizá no sea equitativa, pero hasta los réprobos la prefieren al desorden anterior.
La semana pasada, los candidatos de la oposición —radical, febrerista y liberal— coincidían en una sola cosa: en desearle el triunfo a Stroessner y buena salud por cinco o diez años. "¡Que Dios nos ampare!", dijo uno de ellos, que enseguida pidió al cronista callar su nombre. "Yo, con una mano golpeo al Gobierno y con la otra rezo para que ese hombre siga". Otro explicó los motivos: "Sin él, los colorados se devorarían entre sí y todo el país sería el sacrificado".
El tercero opinó magistralmente: "El Ejército es stroessnerista hasta la médula. No es que los colorados se sirvan del Ejército, sino al revés. Pero son cada vez más los militares que primero se sienten militares y después colorados. Esa institucionalización del Ejército es la única posibilidad de un cambio político en este país. Pero se trata de un largo proceso; si nosotros contribuimos con nuestra comprensión, tal vez culmine en 1973; si no, en 1978 o cuando voten nuestros nietos".
Los colorados ven el problema bajo otro prisma. No les gusta la "apertura legal" hacia los tres partidos —a los cuales no tardará en unirse la democracia cristiana:—, pero menos todavía los pujos de independencia del Ejército, donde no falta algún grupo que pugna por abolir todos los partidos. Un oficial rezongó: Mbaé pico ñambó pucuí tereí ("¿Por qué le damos largas a este asunto...") jha nda yayapoi Argentinape oyeyapoba ("...y no lo resolvemos de una vez como en la Argentina?").
Stroessner deja hablar a todos: esa libertad lo beneficia como a un rey; como un rey, sus súbditos lo necesitan para no matarse entre sí. Nadie amenaza su poder, porque deja vivir a todos; incluso a cierta gente próxima a él, que no podría atravesar con facilidad el filtro de un puritanismo exótico.
13 de febrero de 1968
PRIMERA PLANA
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