Vaticano II: La historia del mañana

"Juan XXIII dijo que el Concilio era como una ventana abierta en la vida de la Iglesia Católica. Bueno, sí: en ese sentido fue un éxito. En el aula conciliar encontraron eco las voces del mundo. Voces implorantes, inquietas y aún acusadoras. Las puertas del Vaticano vieron entrar a un tropel de observadores y de invitados de otras iglesias. Y lo que es más, con las deliberaciones penetró también otra voz, poderosa, crítica y consoladora: la palabra de Dios."

 

 

 

 

 

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Precisamente era uno de los observadores protestantes en el Concilio Vaticano II, el rector de la Facultad Evangélica de Teología de Buenos Aires, doctor José Míguez Bonino, quien describía así los alcances de la gran asamblea de la catolicidad. Sin embargo, al referirse al futuro, Míguez Bonino se mostró cauteloso: "Los documentos promulgados son el primer intento significativo de responder a todas esas voces. Pero no se trata de un punto de llegada, sino de partida".

Las gafas de la revolución
Los cardenales lo aguardaban ya ubicados en sus sillones. Unos rezaban; otros observaban cuidadosamente las volutas doradas y las columnas churriguerescas de la arquitectura; los más, repasaban con rostro aburrido los acontecimientos del día. Es que el 25 de enero de 1959, en Roma, cuando el Papa Juan entró en los claustros del monasterio de la Basílica de San Pablo, no había motivos para esperar sorpresas. Ángelo Giuseppe Roncalli no estaba aún habituado al estilo pontifical: apenas hacía tres meses que lo habían elegido "Papa de Transición". Se sentó con aire campechano frente al Sacro Colegio, se colgó unas gafas redondas y casi medievales, sacó unos papeles arrugados del bolsillo y se puso a leer.
"Hermanos —dijo—, pronunciamos ante ustedes, temblando ciertamente de emoción, pero al mismo tiempo con humilde resolución, el nombre y la propuesta de la celebración de un Concilio Ecuménico para la Iglesia Universal..." Treinta hombres de púrpura dieron un respingo. ¿Qué había dicho Juan? En aquellas paredes grises, añejas y cargadas de historia religiosa se incrustó una semilla que habría de revolucionar las conciencias y enfrentar opiniones, crear perspectivas y dimensiones desconocidas.
¿Qué hizo en cuatro años el Concilio? Desde el principio, su inspirador botó una palabreja que marcaría la época: aggiornamento. Esto es, la renovación y actualización de formas y estructuras ya inadecuadas. En semejante empresa, Juan XXIII se propuso embarcar también a las comunidades cristianas no católicas. Las respuestas fueron inmediatas y —en general— positivas. El periódico griego Skepsis, por ejemplo, a los seis días del anuncio del Concilio comentaba: "La iniciativa pontificia de llamar a todas las Iglesias tiene hoy, sin duda, un significado más fundamental que aquel que le atribuían los Papas precedentes: nunca el antagonismo ideológico entre materialismo y espiritualismo alcanzó una intensidad tan extrema". Por otra parte, la realidad que circundaba a la Iglesia parecía exigirle una profunda revisión de sus gestos y actitudes para amoldarlos al siglo XX. Y así lo hizo:
• A partir de octubre de 1962, el Papa y los obispos se reunieron en cuatro oportunidades, para analizar problemas de la Iglesia y de su relación con el mundo. Allí se gestó lo más fundamental del Concilio.
• Ya en el primer semestre de 1959 se constituyeron las comisiones, a fin de preparar y ordenar el material. El 5 de junio de 1960, Juan XXIII oficializó diez comisiones y un Secretariado para la Unidad de los Cristianos. Debían elaborar setenta esquemas para que los discutieran los obispos en el aula. Más tarde, los esquemas serían reducidos a una cuarta parte.
• Los períodos de sesiones duraron, aproximadamente, dos meses cada uno. El primero comenzó el 11 de octubre de 1962 y finalizó el 8 de diciembre; el segundo se prolongó del 11 de octubre al 4 de diciembre dé 1963; el tercero, del 14 de setiembre al 21 de noviembre de 1964, y el cuarto —y último—, del 14 de setiembre al 8 de diciembre de 1965.
• Nunca hubo menos de dos mil obispos, representantes de los cinco continentes. No todos hablaron en las asambleas. Entre los que hicieron resonar su opinión firme y comprometida, emergen los cardenales Alfrink, holandés y líder de la línea reformadora; Doepfner, alemán y uno de los cuatro moderadores del Concilio; Bea, presidente del Secretariado para la Unidad de los Cristianos (a quien se atribuye una actitud decisiva en la apertura hacia las religiones no cristianas y hacia el ateísmo); Suenens, belga y también moderador del Concilio, quien durante el debate sobre control de la natalidad exhortó a sus colegas: "Os conjuro, hermanos, evitemos un nuevo proceso de Galileo". También los obispos argentinos se destacaron, especialmente los monseñores Alberto Devoto, Jorge Kemerer, Enrique Rau y Antonio Quarracino.
• En el transcurso de los cuatro períodos fueron promulgados dieciséis documentos. Como signos de la apertura sobresalen el texto sobre Ecumenismo (relación con protestantes y ortodoxos) y la declaración sobre las Relaciones de la Iglesia con las Religiones No Cristianas (judaismo, Islam, etc.). Francis Mayor, corresponsal del quincenario Informations Catholiques Internationales (50.000 ejemplares, en francés y castellano), considera que esta última es "el fruto más original y novedoso del Concilio.
Con una ceremonia espectacular, el miércoles pasado —fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen—, Pablo VI clausuró la brillante aventura teológica iniciada por su predecesor Juan. ¿Y ahora qué? El doctor Carlos Floria (abogado, redactor de la revista católica Criterio, casado, tres hijos) entendió que "el Concilio apenas ha terminado un esfuerzo de reflexión sobre sí mismo y de renovación de fondo". Esto es suficiente, sin embargo, para que Floria lo considere "la más representativa de las asambleas de la Iglesia", y subraye que pudo poner su "evolución revolucionaria" al nivel de los tiempos. De ahí que estén sentadas las bases para un post Concilio bien dotado de sus imprescindibles dosis de tolerancia, colaboración, energía, lucidez y amor. "Yo siento —terminó Floria, exultante— un entusiasmo personal y solidario con esta época: sé que todo lo que le acontece a la Iglesia, la interesará profundamente." 
Primera Plana
14/12/1965

EL FIN DEL CONCILIO
Por Mariano Grondona
Solamente puede hablarse del "fin" del Concilio en cuanto las deliberaciones de Roma, formalmente, han concluido. Porque el Concilio también es, rigurosamente, un "principio", la simiente de una nueva evolución. Las sesiones del Concilio, por eso, han terminado. Pero el espíritu del Concilio recién comienza.
La Iglesia tiene, en verdad, dos vertientes: por una comunica con las cosas divinas; por la otra ingresa en la historia. Por eso los concilios pueden ser de dos tipos. En los concilios "teológicos", la Iglesia define las verdades reveladas y los dogmas, pone límites exactos y precisos a lo que ha recibido de lo alto. Y en los concilios "históricos" la Iglesia, como sociedad que se realiza en el mundo, considera su propia estructura y sus propios métodos para "ponerlos al día"; para situarse en el nivel del tiempo. El Concilio Vaticano II pertenece a esta segunda categoría.
El Concilio ha sido, entonces, un enorme movimiento de "reflexión". Con sus dogmas fijados desde hace mucho tiempo, la Iglesia ha reflexionado durante estos tres años sobre sí misma, sobre su organización interna, sobre su liturgia, sobre sus relaciones con el mundo, sobre su fidelidad al mensaje inicial.
Algunos han utilizado ligeramente una palabra en torno del Concilio; la palabra "revolución". Pero esta palabra no se aplica a las religiones. Para el revolucionario, la verdad está adelante, en el futuro, y en nombre de ese futuro se siente capaz de destruir o violentar el presente. Para la Iglesia, por el contrario, si bien la realización de la verdad está, también, en el futuro, la "inspiración" de la verdad está atrás, en la hora lejana de la revelación. Para la Iglesia, evolucionar es, estrictamente, renovarse: volver a estimar y a comprender lo que siempre estuvo allí, en el depósito de la revelación, El cambio es, entonces, "purificación": desapego y limpieza de todas las impurezas que el tiempo va acumulando sobre la intuición inicial, Y ésta es la dimensión de la religión vedada a la política: en el ámbito de la religión, modificarse es "volver a ser".
Las dos monarquías: En algunos momentos, el vendaval de la discusión llevó al Concilio a peligrosas tensiones. Pero estos "estados generales" de la Iglesia no terminaron en la revolución ni tenían frente a ellos a Luis XVI. La Iglesia siempre ha sido, en términos políticos, una monarquía absoluta cuyo rey, en vez de ser hereditario, es electivo. Se pudo pensar en algún momento que el Concilio transformaría a esta monarquía absoluta en una monarquía parlamentaria, en la mezcla de dos principios: el monarca, que representa al Todo, y la asamblea, que representa a las partes. No ocurrió tal cosa. La Iglesia que surge del Concilio sigue siendo una monarquía absoluta. Pero, eso sí, una monarquía absoluta diferente. La Iglesia anterior al Concilio, con su rígida jerarquía de cardenales y con su poderosa "Curia" romana —esto es, con su omnímoda burocracia—, era una monarquía absoluta "centralizada". La posterior al Concilio es, si vale el término, una monarquía absoluta "participada" en la que, junto con la curia y los cardenales, los obispos de todas partes del mundo y, a través de ellos, las comunidades nacionales y regionales, comparten en mayor medida la administración y las decisiones del aparato eclesiástico.
Monarquía "participada", la Iglesia es ahora también monarquía "abierta", en comunicación y diálogo esencial con todos los hombres de buena voluntad. Durante varios siglos —los que corren entre la Edad Media, en que la Iglesia todo lo condicionaba, y la Edad Contemporánea, que la fue despojando de sus bases temporales— la Iglesia actuó, según la acertada frase de Laín Entralgo, como una "isla a la defensiva" frente al mundo. Hoy, la isla acepta su condición de tal, abandona todo "resentimiento" por las posiciones perdidas y, aceptando compartir con otros credos y movimientos la vida de la humanidad, "se pone a disposición" de los hombres con su vieja y nueva verdad. Reconciliación con el mundo; fortalecimiento del espíritu misional de los primeros tiempos: la monarquía se abre y el mensaje vuelve a ser, exactamente, el que fue.
Las dos prudencias: Esta Iglesia de las dos monarquías también ha sido, durante el Concilio, la Iglesia de las dos, prudencias. Porque la prudencia, que es el manejo adecuado de las situaciones singulares, tiene dos caras: la audacia y la circunspección. Hay tiempo para audaces: en ellos, lo prudente es osar. Y hay tiempo para circunspectos: lo prudente es, entonces, "mirar alrededor" antes de actuar. Y el Concilio obtuvo el anverso y el reverso de esta medalla en sus dos grandes Papas: Juan, el creador de las iniciativas audaces, y Pablo, administrador cuidadoso de la nueva edad. Para cada tiempo un carácter. Y para cada alma, un camino.
Vamos al revistero


Juan XXIII con monje budista