LIBROS Y AUTORES
LA VUELTA DE SCOTT FITZGERALD

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

OTRAS CRÓNICAS INTERNACIONALES

Pablo Neruda escenas de la vida bohemia
Chile, una zancadilla tras otra

El pensamiento vivo de Juana de Ibarbourou

Sharon Tate fin del enigma

Fidel Castro Ruz en Chile 1971
Superman, historia de un mito moderno
Einstein

Jacques Cousteau Su última batalla

había una vez un Jaime Ross

Brasil, estrictamente militar
El conflicto chino-soviético

 

 

 

 

Hace ya demasiado eludía ser sólo un rostro de rasgos afilados y mirada insegura; acabó metamorfoseado en emblema, la señal que deja al descubierto una tragedia alcoholizada.
Nada mejor pudo pasarle para llegar a ser un escritor inmenso. Nada más terrible para demoler esa felicidad que persiguió con obstinación. Decir ahora Francis Scott Fitzgerald, es apelar a un sésamo que abre la puerta a esa locura de la década del 20, cuando los Estados Unidos coreaban el retorno de sus héroes, a lo largo de la Quinta Avenida neoyorquina; la sobriedad comenzaba a replegarse frente a las primeras tabernas clandestinas, y las feministas —henchidas de masculinidad— acortaban su pelo. La violencia y la frivolidad asumieron el gesto de lo cotidiano; la exageración, el humor despiadado, y una literatura en cierne, encontraron en la música del jazz su bautismo escandaloso, una alquimia de alegría, desesperación y púdico erotismo.
Tregua entre dos contiendas, "la era del jazz y del gin" fue vivida con la avaricia de un instante que pretende agotarse en sí mismo. Diez años lanzados sobre el tiempo como una bala, carcajada estruendosa que en 1929 se redujo a cenizas, cuando Wall Street sintió resquebrajarse igual que el cartón pintado de las viejas películas.
Detenida y absoluta, marcó el momento en que los valores se liquidan como saldo y los nuevos dogmas aún no encuentran editor. Su recuerdo tiene, a la distancia, el temblor de lo indiscriminado, la impulsividad creadora del descreimiento, la grandeza de un moderno romanticismo. Scott Fitzgerald le puso letra; nadie como él, seducido por la vorágine de su actualidad, logró dar a esas fugacidades la consistencia del acero. Sus libros guardan, a treinta años de su muerte (el 21 de diciembre de 1940), la arrogante vitalidad de sus comienzos; tres de ellos, recién venidos al español —un idioma que no le ha sido generoso—, vuelven a establecer su nombre en el primer plano. Sin quererlo, conforman una trilogía: distinguen claramente al escritor de encargo, al novelista y al historiador de su propio fracaso. Toda diferenciación en la obra de un escritor es, como se sabe, pura comodidad.
Jovencitas y filósofos (Flappers and Philosophers; Luis de Caralt Editor, Barcelona, 1969; 224 páginas, 14,50 pesos) reúne ocho cuentos de origen comercial, seleccionados por el mismo autor en abril de 1920. Publicados en setiembre, aprovecharon para su venta el éxito de This Side of Paradise ('Más acá del paraíso', Editorial Schapire, buenos Aires, 1954, 'Tierna es la noche', Editorial Hemisferio, buenos Aires, 1950), que apareció seis meses antes. Algunas de estas narraciones habían sido ya difundidas en Nassau Literary Magazine. y otras fueron rechazadas por editores que más tarde aceptarían cualquier papel, con su firma.
Fitzgerald las compuso a los 23 años y definió al volumen, irónicamente, como "una novela sobre muchachas escrita para filósofos". Años después, con despiadada nostalgia, insistía: "Son narraciones más o menos entretenidas, un poco pasadas de moda actualmente, pero capaces, sin duda, de hacer olvidar el mal rato pasado en la consulta del dentista". Livianas, a veces banales, en todo momento divertidas, acaso fueron el campo de entrenamiento utilizado para acceder a sus piezas mayores. Diluidas y neutralizadas por fáciles resoluciones o retóricos parlamentos, denuncian las obsesiones que alimentarían la perfección de Gatsby, su obra cimera, y la desgarrada caída de Tender is the Night.
Sólo cuatro de estos relatos esquivan su origen mercantil. Bajo su fachada, «El pirata de la costa» es una parodia de la novela rosa, elaborada, precisamente, como una novela rosa. La excentricidad de sus situaciones dibuja una creencia que Fitzgerald no abandonó jamás: el hombre vale, si vive "con imaginación y coraje en sus convicciones". En «El palacio de hielo», Sur y Norte reeditan una vieja querella en el frustrado idilio de un yanqui y una hija de Georgia; pero el cuento alberga una esperanzada melancolía que en Gatsby deviene certidumbre fatal: todo viaje de una vida no es sino un retorno hacia un pasado de felicidad, que deshace al presente con implacable saña.
«Berenice se corta el pelo», quizá lo mejor del libro, es una visión deslumbrante de la adolescencia norteamericana de principios de siglo. La decisión de Berenice suscita un escándalo; este hecho doméstico, en los estertores de una moral puritana, se convierte en afrenta social. «Dalvrimple se equivoca», por último, acude a la picaresca: un héroe de pueblo, prontamente olvidado, se dedica al robo, pues si bien comprende que la felicidad es dudosa, también sabe que la felicidad se consigue con dinero.
Pero si estas narraciones señalan la existencia de un protagonista que sabía captar con lucidez una época naciente, El gran Gatsby (The Great Gatsby; Plaza y Janés, Barcelona, 1970; 202 páginas, 4,50 pesos) coloca a su autor entre los máximos escritores del siglo. Publicada en 1925, es una novela genial, donde Fitzgerald depositó el talento que negara a muchos de sus textos.
Gatsby es el héroe ostentoso y débil que engendra la norteamérica del 900, un aventurero cuya fortuna está recubierta por un hálito pecaminoso; en el fondo, un ilusionado para quien el dinero es sólo el medio de retornar a un viejo amor y poseerlo definitivamente. Sin embargo, la derrota es patrimonio exclusivo de los personajes de Fitzgerald: la riqueza no salvará a Gatsby. Apenas sostenido por su imaginación, el rechazo de Daisy lo arroja a la muerte. Obsesiva, la idea de que el mundo de los ricos es un bastión amurallado, suerte de heredada e inviolable seguridad, se afirma en esta novela y determina su desenlace. El mundo de Daisy carece de la fuerza imaginativa y novedosa que exhibe el de Gatsby; tiene, por el contrario, la corrosiva y alevosa firmeza de la tradición. Enmascarado bajo la figura del narrador, Fitzgerald levanta a Gatsby contra Daisy y Tom, su marido, dos reliquias de la aristocracia sureña. Pero la derrota lo complica también a él; como Gatsby, comprenderá que cualquier avance es un espejismo, el intento estéril de remar contra la corriente mientras el pasado estira su llamada incesante y fatal.
Luego de Gatsby, la vida de Fitzgerald se recorta durante años al filo del abismo. En febrero de 1936, en Hendersonville, encerrado en un cuarto de hotel por el que pagaba dos dólares diarios, escribe El derrumbe (The Crackup; Zig Zag, Santiago de Chile, 1969: 175 páginas, 8,50 pesos).
Los textos agrupados en este libro, son una despiadada recorrida por su derrota, desde la conmovedora reflexión que da nombre al volumen, pasando por la evocación iluminadora de «Ecos de la era del jazz», hasta la seca transparencia de «Babilonia, otra visita», un texto sospechosamente autobiográfico: un hombre busca, en vano, erguirse sobre un pasado de alcohol y actos inútiles, a fin de retornar con su hija.
Concebidos en épocas distintas, los tres volúmenes aportan un material insoslayable para penetrar la obra de Scott Fitzgerald. En ellos conviven sus aciertos y sus trampas, el apetito del comerciante y la grandeza del genio. Igual que esa época a la que dio nombre y cuidó como una criatura, su obra reviste la insolencia de un cuerpo eternamente joven.
"No sabes adonde vas, ni por qué vas, entra a todas partes, responde a todo", escribía Rimbaud. Fitzgerald encarnó este código; sus vacilaciones valen tanto como sus espaciadas seguridades, su fracaso tiene la nobleza que consiste en contemplarse a sí mismo con absoluta conciencia, sin piedad.
NORBERTO J. SOARES
Revista Periscopio
25/08/1970