KENNEDY
El apocalipsis del caribe

Por Theodore C. Sorensen

 

 

 

 

 

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El traslado a Cuba de personal y equipo soviéticos fue el tema de una serie de reuniones e informes en la Casa Blanca, que comenzaron en agosto de 1962. Los barcos y aviones navales fotografiaron cada uno de los buques soviéticos despachados a Cuba. Los vuelos de reconocimiento aéreo cubrieron la isla entera, dos veces por mes. Los servicios de inteligencia produjeron un memorándum diario, a partir del 27 de agosto.
La labor de los servicios de inteligencia se encontraba nublada por los rumores trasmitidos a esas organizaciones, a la prensa y a algunos legisladores, por refugiados cubanos. Sostenían la existencia, en la isla, de cohetes suelo-suelo rusos; luego de una investigación, se comprobó que las versiones eran infundadas. Por fin, las fotos tomadas el 29 de agosto y presentadas a Kennedy el 31, proveyeron la primera y significativa evidencia: mostraban cohetes antiaéreos suelo-aire (SAM), botes torpederos dotados de cohetes para la defensa costera, y, substancialmente, un incremento del personal militar.
Pero ni estas fotos ni las captadas el 5 de setiembre (las que revelaron cazas MIG 21) señalaron la presencia de cohetes ofensivos, para los cuales, de hecho, ningún equipo reconocible había llegado. El 9 de octubre, el Presidente—cuya autorización personal se requería para cada vuelo de los aviones supersónicos U 2— aprobó una misión sobre el extremo oeste de Cuba. El propósito principal: obtener datos del estadio en que se hallaban los SAM soviéticos. Se eligió la zona occidental, pues allí habían sido avistados esos cohetes suelo-aire, el 29 de agosto, y se los consideraba listos para entrar en funcionamiento.
Demorados por el mal tiempo hasta el 14 de octubre, los U2 partieron al alba de aquel domingo de cielo despejado. Por la noche, los largos rollos de película que entregaron sus pilotos, fueron escudriñados, analizados y comparados con documentos anteriores. El lunes, los volvieron a examinar los talentosos intérpretes de la Inteligencia norteamericana. En las últimas horas de la tarde del lunes 15 descubrieron, en el área de San Cristóbal, los primeros rudimentos de una base para cohetes suelo-suelo de alcance medio.
Alrededor de las 9 de la mañana del martes 16, después de recibir un informe detallado de los más importantes funcionarios de la CIA (Agencia Central de Inteligencia), McGeorge Bundy dio la noticia al Presidente mientras éste leía los diarios matutinos en su dormitorio. Kennedy mantuvo la calma aunque se sintió sorprendido. Pidió a Bundy que arreglase dos presentaciones de las fotos esa misma mañana: para él sólo y, luego, para un grupo de autoridades a las que citaría Bundy.
Un rato después, al llegar a su oficina, me contó las novedades y me propuso que asistiera a la reunión de las 11.45 en el Salón de Acuerdos. Entretanto, yo debería revisar sus declaraciones públicas acerca de la reacción del gobierno ante los cohetes ofensivos instalados en Cuba.
Quienes concurrieron al conciliábulo de las 11.45 —según convocatoria de Bundy y siguiendo instrucciones específicas del Presidente— o participaron más tarde en los encuentros diarios que se sucedieron, eran los miembros principales de lo que se llamó Comité Ejecutivo del Consejo Nacional de Seguridad, unos 14 ó 15 hombres que tenían muy poco en común, excepto el deseo del Presidente Kennedy de que emitiera juicio.
Por el Departamento de Estado: el Secretario Dean Rusk, el Subsecretario George Ball; el asistente para América latina, Edward Martin; el asistente del Subsecretario, Alexis Johnson, y el experto en asuntos soviéticos, Llewellyn Thompson. (Hasta que asumió su nuevo destino como Embajador en Francia, también participó Charles Bohlen.)
Por el Departamento de Defensa: el Secretario, Robert McNamara; el asistente del Secretario, Roswell Gilpatrick; el ayudante Paul Nitze y el general Maxwell Taylor, flamante presidente del Estado Mayor Combinado de las Fuerzas Armadas.
Por la CIA: el primer día, el Subdirector Carter; después, a su regreso a Washington, el Director, John McCone.
También tomaron parte: el Secretario de Justicia, Robert Kennedy; el Secretario del Tesoro, Douglas Dillon; los consejeros Bundy y Sorensen; con menos regularidad, lo hicieron el Vicepresidente Lyndon Jonson, Kenneth O'Donnell, Dean Acheson, Adlai Stevenson, Robert Lovett, y el Subdirector de la Agencia de Informaciones (USIA), Donald Wilson, por ausencia del Director, Edward Murrow, quien se hallaba enfermo.
El martes 16 vi, por primera vez, las cruciales fotografías, y cómo el general Carter y sus colaboradores las interpretaban. Los rasguños apenas discernibles resultaron ser agrupaciones de motores, rampas de lanzamiento y transportadores de cohetes, algunos con proyectiles montados de 23 metros de alto. Parecían, dijo el Presidente, "pelotas de rugby sobre una cancha", apenas visibles.
Los cohetes instalados en San Cristóbal, según Carter, podían alcanzar blancos situados a 1.100 millas náuticas. Esa distancia englobaba a Washington, Dallas, Cabo Cañaveral, San Luis y todas las unidades del Comando Aéreo Estratégico (SAC), amén de las ciudades ubicadas dentro de la zona. Se estimaba, además, que el complejo de 16 a 24 cohetes podría entrar en operaciones en el plazo de dos semanas. Las fotos no mostraban ningún signo de cargas nucleares, pero nadie dudaba de que esas cargas estaban allí o de que pronto estarían.
El Presidente, sombrío y alerta, ordenó más fotografías. El contraste entre las tomas del 14 de octubre y las del 29 de agosto indicaba que los cohetes suelo-suelo, trasladados a toda prisa desde la URSS a Cuba, no habían sido instalados inmediatamente después de su arribo, a mediados de setiembre. Fue un éxito de los servicios de inteligencia norteamericanos detectarlos antes de que estuvieran aptos para operar.
"Se necesitan más fotografías", expresó Kennedy. Teníamos que estar seguros, teníamos que contar con la evidencia más convincente posible, teníamos que saber qué más sucedía en la isla. Inclusive, era necesario precaverse contra un ardid, un truco gigante. Entonces, se impartieron instrucciones para realizar vuelos diarios sobre Cuba.
La segunda directiva del Presidente: solicitó a los presentes que dejaran de lado toda tarea para efectuar un rápido e intensivo reconocimiento de los peligros y posible evolución de la acción a desarrollar. Porque la acción era imperativa.
SEIS CAMINOS
Así empezaron a discutirse las sugerencias iniciales. Un funcionario sostuvo que debíamos quitarnos de encima el problema de los cohetes antes de que operaran, ya fuera por medio de un ataque aéreo, ya fuera presionando a los soviéticos para que retiraran ese armamento. Mencionó la posibilidad de una misión inspectora de la Organización de Estados Americanos (OEA) o un acercamiento directo a Fidel Castro.
Otro comentó que un ataque aéreo no podría limitarse sólo al complejo de la cohetería, y que debería incluir depósitos, bases aéreas y otros objetivos estratégicos, lo que redundaría en miles de bajas cubanas y, tal vez, en una invasión. Un tercero habló de añadir un bloqueo marítimo combinado con una creciente vigilancia preventiva. Se acordó reforzar la dotación de la base de Guantánamo y evacuar a los empleados. Pero no se llegó a ninguna conclusión definitiva: es que todas las conclusiones barajadas resultaban desalentadoras.
La tercera directiva del Presidente nos comprometió a todos a guardar el más estricto secreto hasta tanto los hechos y nuestra respuesta pudieran anunciarse. Cualquier revelación prematura, enfatizó, podría precipitar un movimiento soviético o hacer cundir el pánico entre los norteamericanos, antes de que estuviéramos en condiciones de actuar.
Esa mañana, él mismo se esmeró en demostrar que todo andaba bien y no modificó ningún punto de su agenda: llevo al astronauta Walter Schirra y a su familia a ver los ponies de Carolina, y se reunió con los miembros de la Comisión de Retardamiento Mental.
Mis memorias de las 96 horas que sucedieron a la mañana del martes 16 son una confusión de reuniones y discusiones casi sin interrupción. A medida que transcurría la semana, el incansable raudal de las fotografías aéreas y de los intérpretes confería un sentido de mayor urgencia a nuestras deliberaciones. Más bases de cohetes de alcance medio quedaron al descubierto, sumando un total de seis.
La mayor parte del lapso entre el martes 16 al viernes 19 la pasamos en el salón de conferencias de George Ball, analizando futuras derivaciones, como lo había pedido el Presidente, y preparando el material en que habría de apoyarse la acción norteamericana: planillas de horarios, planes, mensajes, estimaciones militares y predicciones sobre la reacción de soviéticos y cubanos.
Las posibilidades parecían dividirse en seis categorías, algunas de las cuales podían combinarse:
• No hacer nada.
• Provocar presiones y amenazas diplomáticas y descargarlas en los soviéticos. Las formas posibles incluían un llamado a las Naciones Unidas o a la OEA para formar un equipo de inspección; o una negociación directa con Kruschev, quizá en una conferencia cumbre. El desmantelamiento de nuestras bases de cohetes en Turquía a cambio del retiro de los misiles cubanos figuraba en nuestros esquemas como una probable sugerencia de Kruschev en caso de que no la formulara nuestro gobierno.
• Emprender un confidencial acercamiento a Castro y utilizar este medio para apartarlo de los rusos, advirtiéndole que la alternativa era la destrucción de la isla y que los soviéticos lo estaban vendiendo.
• Iniciar una acción militar indirecta por medio del bloqueo, acompañado por la vigilancia aérea y el aumento de las prevenciones.
• Lanzar un ataque aéreo contra los cohetes únicamente, o contra más blancos militares, con o sin advertencia previa. (Se enumeraron otros procedimientos militares para acabar con la cohetería: bombardeadas con proyectiles especiales que los neutralizaran, sin aniquilarlos; desembarcos repentinos de guerrilleros o paracaidistas. Pero ninguno de estos sistemas se juzgó factible.)
• Invadir Cuba, o, según insistió uno de los funcionarios consultados: "Entrar allí y sacarlo a Castro".
Las dos primeras soluciones (inacción, o acción diplomática) se debatieron seriamente. Como algunos, aunque no todos, consejeros del Pentágono, expresaron al Presidente, habíamos vivido mucho tiempo dentro del alcance de los cohetes soviéticos y esperábamos que Kruschev viviera dentro del alcance de los nuestros. Por lo tanto, si tomábamos con calma el caso de Cuba, podíamos obligar a Kruschev a no exagerar su juego.
AVIONES SOBRE CUBA
El resto de las propuestas aparejaba tantos riesgos y desventajas que la N°2 ejercía una gran atracción. Todos nosotros volvimos a ella en los momentos de desazón, y fue promovida ante Kennedy como solución preferible al bloqueo, por uno de los miembros del grupo, en la reunión clave del jueves a la noche. Pero Kennedy la había rechazado desde el principio. Las implicancias militares de los cohetes lo preocupaban menos que su efecto en el balance político general. La maniobra Rusa se había cumplido tan rápidamente, con tanto secreto y engaños deliberados (era un súbito abandono de las prácticas soviéticas), que representaba un cambio provocativo en el delicado status quo internacional.
Cohetes sobre territorio soviético, o submarinos, era algo muy diferente de cohetes en el hemisferio occidental, particularmente por su efecto político y psicológico sobre América latina. La invasión (propuesta Nº 6) contó con pocos adherentes. Un dirigente ajeno a nuestro grupo, cuyos puntos de vista nos fueron trasmitidos, pensaba que no podía tolerarse la presencia de cohetes en Cuba, que una acción limitada como el bloqueo parecería indecisa, y que la mejor salida era la ocupación de La Habana y el derrocamiento del gobierno de Castro. Pero con una posible excepción, nosotros compartíamos el sentir de Kennedy, la invasión entrañaba el último paso, no el primero. De modo que nuestra atención acabó por centralizarse en la disyuntiva: ataque aéreo o bloqueo marítimo; al comienzo, nos atrajo más el ataque aéreo.
La idea de aviones norteamericanos que eliminaran, velozmente, y con bombas comunes, las bases de cohetes (un ataque denominado "quirúrgico") , nos interesó a todos durante las reuniones del martes y el miércoles, inclusive al Presidente. Los partidarios de tal actitud prepararon un plan que exigía el anuncio por boca de Kennedy de la presencia de misiles rusos en Cuba, el sábado; convocar al Congreso a sesión de emergencia, destruir los cohetes el domingo a la mañana y, al mismo tiempo, comunicar esa medida a Kruschev pidiéndole una conferencia cumbre. Cuba sería notificada, con leve anterioridad, en las Naciones Unidas. También se consideró la distribución de volantes de advertencia, dirigidos al personal ruso. Pero pronto se entrevieron dificultades:
1) El ataque "quirúrgico" era nada más que una esperanzada ilusión, y como tal fue calificado. No podía realizarse, como se esperaba, con un puñado de aviones y en pocos minutos, ni tampoco ser restringido a las bases de cohetes. El Estado Mayor Combinado declaró, firmemente, que limitar el bombardeo sería "un riesgo inaceptable". Si los aparatos de Castro (y los recién llegados MIG e IL 28 soviéticos) operaban eficientemente, podrían responder contra nuestro aviones, sobre Guantánamo y hasta sobre el sudeste del territorio norteamericano. Los cohetes suelo-aire dispararían, con toda seguridad, contra las máquinas de USA, y las baterías cubanas emplazadas frente a Guantánamo abrirían el fuego. Si los depósitos de ojivas nucleares eran identificados, habría que eliminarlos. Y la gran mayoría de estos blancos o todos ellos tendrían que desaparecer en un bombardeo masivo.
La Fuerza Aérea admitió que no existía seguridad de la destrucción completa de los cohetes o de que alguno de ellos no dispararían primero, dejando caer su carga atómica sobre suelo norteamericano. Esta opinión influenció particularmente a Kennedy. Cuanto más analizábamos el ataque aéreo, con más claridad veíamos que el caos y colapso político resultantes necesitarían, en última instancia, una invasión. Pero el Presidente se oponía todavía a la invasión y sus consecuencias.
2) El problema de la advertencia previa era insoluble. El Secretario de Justicia, en tono conmovido, dijo que el ataque aéreo súbito, al alba del domingo, y sin advertencia, sería "un Pearl Harbor al revés, y ensombrecería el nombre de los Estados Unidos, en las páginas de la historia", como el de una gran potencia que agredía a un vecino indefenso.
En su amargura, los latinoamericanos producirían nuevos Castros, el pueblo cubano no nos perdonaría durante décadas, y los soviéticos sostendrían la muy peligrosa noción de que los Estados Unidos, como ellos habían temido, eran verdaderamente capaces de golpear primero.
Pero una advertencia previa traería tantas dificultades como la falta de ella. Permitiría a los soviéticos esconder los cohetes y hacer menos segura su eliminación. Invitaría a Kruschev a bombardear los Estados Unidos si nuestro ataque se cumplía (dándole tiempo para tomar la iniciativa diplomática y de propaganda) y desataría objeciones de la UN, América latina y los aliados, a las que tendríamos que desafiar o, de lo contrario, nos obligarían a tolerar los cohetes en Cuba.
3) Contrariamente al bloqueo, el bombardeo sería un ataque directo y definitivo al poderío militar soviético, mataría rusos y cubanos y desencadenaría una respuesta bélica de la URSS. Kruschev no soportaría la humillación de callarse y no contrarrestar la agresión.
En el momento de nuestro bombardeo, Kruschev podría ordenar a cualquier base de cohetes cubana que disparara sus cargas nucleares hacia los Estados Unidos antes de ser derribadas, o, como especulábamos, el comandante soviético local, bajo ataque, podría ordenar que se dispararan los cohetes creyendo que comenzaba la guerra.
A los defensores del ataque aéreo no les afectaba la probabilidad de una respuesta militar soviética. Las declaraciones de setiembre, del Presidente, sirvieron de admonición, alegó un consultante, en réplica al argumento de "Pearl Harbor al revés".
—¿Qué harían entonces los soviéticos? —se le preguntó.
—¡Conozco a los soviéticos muy bien. Creo que volarían nuestras bases de proyectiles en Turquía.
—¿Qué haríamos nosotros en tal caso?
—Según nuestro tratado de la NATO estaríamos obligados a volar una base dentro de la Unión Soviética.
—¿Qué harían ellos, luego?
—Esperemos que se calmen y quieran hablar.
La sala de conferencias parecía enfriarse mientras él hablaba.
El miércoles 17 de octubre de 1962, el Presidente Kennedy voló a Connecticut para cumplir con un compromiso político, tras una breve revisión del panorama con sus ayudantes, por la mañana. La cancelación habría despertado sospechas, y el Vicepresidente Johnson viajó también al Oeste para continuar con la campaña proselitista.
Revista Primera Plana
4-01-2009
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