Matisse
el genio del color y la alegría

 

 

 

 

 

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"Un fruto de luz restallante. . , como una naranja". Así describió el poeta Guillaume Apollinaire, en 1918, la 
obra de Matisse. Esta definición no había envejecido casi cuarenta años después, cuando murió en Niza el 
viejo maestro barbudo luego de 85 años de existencia y 62 de obstinado perfeccionamiento plástico.
Las últimas obras de Matisse, esos famosos papeles recortados "a vivo en el color", respiran tal vitalidad 
que no han dejado de inspirar a una gran parte de la joven pintura de hoy.
Por eso, la exposición del Grand Palais —que amenaza eclipsar el record de público logrado por la 
retrospectiva de Picasso en 1967, a la que asistieron 800 mil espectadores— es una oportuna fiesta para 
los ojos. El crítico norteamericano Pierre Schneider debió acudir a coleccionistas privados tan difíciles como 
el productor cinematográfico Otto Preminger, el multimillonario suizo Franz Meyer y el magnate naviero 
Stavros Niarchos: a los museos de Baltimore, San Francisco y de Arte Moderno de Nueva York; al gobierno 
soviético (que prestó las 20 obras que se exhiben en el museo del Hermitage. en Leningrado); a la familia 
de Matisse, y al mismísimo Pablo Picasso. Tras casi cuatro años se pudieron reunir las 270 piezas que 
configuran el más colosal panorama de la hazaña plástica del maestro francés.
Allí, las jóvenes generaciones ven las cosas claras: Matisse es el anti-Picasso, el sereno defensor de la 
forma, de la composición, de la alegría de pintar, de la superficie largamente coloreada y de la pintura lisa 
"untada como una rebanada de pan con mermelada".
A los 23 años, el futuro campeón del "fauvismo" gastaba anteojos de oro, barba roja, ojos miopes y un aire 
muy reservado. En el barrio parisiense de Montparnasse lo llamaban "el doctor" debido a su aspecto.
Curiosamente, él quería ese título: para lograrlo se empleó en un estudio de abogado. Pero se aburría, 
aunque la metrópoli ofrecía novedades tan fascinantes como la nueva Torre Eiffel y los primeros 
automóviles.
El destino lo esperaba en una cama de hospital. Operado de apendicitis, observa a su vecino, que ocupa su 
convalecencia coloreando estampas con una caja de lápices. Matisse lo imita: el resultado es un cuadro 
donde se adivina el borde de un río y un pequeño molino.
Acaba de cambiar el curso de su vida.
"Me hundí, con la cabeza gacha, en el trabajo", confesará más tarde. Lo acucia un principio que siempre 
enarbolaba su padre: "Date prisa". La familia no recibió con agrado esta vocación "para reventar de 
hambre". Pese a todo, el cariño paterno lo abastece de cien francos oro por mes para que estudie en París.
Luego de fracasar en el examen de ingreso de Bellas Artes, Matisse debió conformarse con la academia 
Jullian, abierta a todos. Allí ocurre el segundo guiño del destino: un día, mientras copia los bustos del patio 
cerrado por vidrios de la escuela, un hombre se inclina sobre su espalda y elogia su trabajo. Es Gustave 
Moreu, pintor visionario.
Siguen tres años de intensa labor en lo de Moreu. Progresa muy lentamente, a tientas, como lo hará toda su 
vida. Copia en el Louvre 19 cuadros de grandes maestros, descubre a Manet, a Cézanne. También se deja 
adoctrinar por Signac, convertido desde la muerte de Seurat en el líder del neoimpresionismo.
Con Signac viaja a Saint Tropez —entonces un puerto casi desconocido— y pinta, en 1904. "Lujo, calma y 
voluptuosidad". La tela consuma su ruptura con la tradición, lo adscribe durante algunos meses a la escuela 
"puntillista". Pero su temperamento sensual lo aleja de Signac: en el verano de 1905 sus cuadros muestran 
ya un color alejado del realismo y la pincelada se agranda abandonando el "toque" puntillista. Es la 
explosión de una escuela nueva: el fauvismo. De ahora en más el color no tiene la misión de seguir la verdad 
del paisaje: vale por sí mismo.
"Cada uno es libre de pintar árboles rojos y rostros verdes."
Esta revolución "fauve" (fiera) fue precipitada por un encuentro: Matisse conoció por entonces a Monfreid. el 
amigo y admirador de Gauguin, que conserva en su casa muchas telas importantes del período tahitiano. El 
joven artista queda deslumbrado. Lo que Gauguin le da es la libertad de los grandes colores lisos, la 
indiferencia al realismo, el color como fuerza simbólica, la simplificación de la tela.
Llega el momento de exponer en el Salón de 1905 y estalla el escándalo. Se denuncia "el deporte ingenuo y 
bárbaro de un niño que jugaría con su caja de colores". Algunos compañeros envían a Matisse una vieja 
horrenda, cubierta de pinceladas de diversos colores, "para que te sirva de modelo".
Apollinaire lo defiende: "Este fauve —escribe en 1909— es un refinado. Le gusta rodearse de obras de arte 
viejas y modernas, de telas preciosas, de esas esculturas en que los negros de Guinea, de Senegal y de 
Gabón han figurado sus pasiones más pánicas..."
Pero si en París Matisse aún hace reír, en Moscú produce entusiasmo. Stchoukine, el coleccionista de 
Gauguin, de Cézanne, de Renoir, le compra 36 telas. Y le encarga dos paneles gigantes —"La danza" y "La 
música"— que se cuentan entre las cumbres de su obra y que, al mismo tiempo, representan el fin del 
fauvismo.
Allá por 1914 se agrega una tercera influencia: el cubismo. La escuela domina desde 1911 a toda la 
vanguardia parisina. Lo que Matisse toma del cubismo es un método sintético de organización de los planos 
coloreados; con esto, su obra adquiere una austeridad sorprendente.
Cuando ha llegado a una pintura fría, cerebral, un movimiento pendular lo devuelve a la sensualidad y al 
realismo. Cuando vira hacia esta frontera, Matisse tiene ya casi 50 años. Se instala en Niza para curarse de 
una bronquitis e, inmediatamente, se siente como en su casa. "Cuando comprendí que cada mañana 
volvería a ver esta luz no podía creer en mi felicidad".
La felicidad: ése será su tema durante diez años.
Interiores, odaliscas, ventanas abiertas sobre paisajes de vacaciones; su talento se pliega al espíritu de 
aquellos tiempos. Han llegado los "años locos" y Europa se sumerge en la posguerra.
Los pintores se han civilizado; usan corbatas y botines, frecuentan a modistas y duquesas. Es la "época 
tango". Todos —Picasso, Braque, Derain, Vlaminck— vuelven a las fuentes de la tradición; el principio del 
placer reemplaza al espíritu de búsqueda.
En Niza, Matisse se hace amigo del viejo Renoir. Su pintura, por entonces, es insulsa. No se "compromete" 
más en sus telas, como si dormitara al sol. Y de pronto, un nuevo gesto teatral. En 1930 aparece un Matisse 
desconocido. Cuando ya todos lo consideraban un "monumento catalogado", descubre un nuevo método de 
trabajo y un nuevo lenguaje. Es un segundo nacimiento. Barnes, célebre químico, inventor de un antiséptico 
que le produjo millones, coleccionista prestigioso, poseedor de la colección Matisse más grande de los 
Estados Unidos, le confía 52 metros cuadrados de pared, ubicados en un sitio acrobático: encima de 
las ventanas de su museo de Merion, cerca de Boston. Quiere una decoración que no sea inferior al 
inolvidable conjunto de cuadros que él ha reunido. Matisse se pone a trabajar. En Niza alquila un viejo 
estudio cinematográfico. Quiere trabajar a tamaño natural. En lo que no cree es en el agrandamiento 
mecánico de un bosquejo. "El artista que quiere traslada la composición de una tela sobre otra más grande 
—escribía desde 1908— debe concebirla de nuevo, modificarla en sus apariencias y no simplemente 
ponerla en un cuadro." ¿Su tema? La danza, una vez más, como si quisiera reconciliarse con sus obras 
maestras de la colección Stchoukine. Pero esto será mucho más audaz, más libre, hecho con mayor soltura 
y nutrido de una experiencia plástica incomparable, nacida de cuarenta años de trabajos prácticos. Matisse 
trabaja con carbonilla durante semanas, meses enteros. Los grafismos, los juegos de arabescos se 
suceden. Nunca está contento.
Finalmente, un día, "armado de un carbón en el extremo de una larga caña de bambú, me puse a dibujar 
todo de un solo golpe. Había en mí como un ritmo que me llevaba..." Los 52 metros cuadrados son 
recubiertos así, sin arrepentimiento, sobre paneles gigantes puestos uno al lado del otro por el anciano, 
parado sobre un banco, con su bastón en la mano y el carbón fijado en el extremo. Un prodigio de soltura y 
de maestría manual. El mismo dirá más tarde a propósito de un dibujo: "Puse veinte años para hacer ese 
rasgo en diez minutos."
Pero, ¿cómo colorear esas formas amplias, esas curvas tiernas que resumen el espíritu mismo de la danza? 
Aquí es donde aparece la idea nueva: Matisse recorta trozos de papel y trata de ir fijándolos uno a uno con 
alfileres. Toma grandes hojas unidas sobre las cuales corta a gusto, obteniendo colores lisos sostenidos y 
sin compromiso, manchas irradiantes de colores vivos. A estas formas ágiles, prendidas con alfileres sobre 
un fondo blanco, las hace deslizar sobre la superficie tanto tiempo como se le antoja.
Al pasar los años empleará cada vez más ese procedimiento de creación. Operado en 1931 de una grave 
afección intestinal, prácticamente no puede moverse más de la cama. Es el mundo, por lo tanto, el que va 
hacia él. Jean Guichard-Meili, en la excelente biografía que le ha consagrado, lo muestra "en una gran pieza 
transformada en pajarera, donde retozan centenas de pájaros raros o exóticos. Y también hay palomas, 
palomas blancas (...) entre las grandes plantas verdes, las máscaras negras, las estatuas polinesias, los 
jarrones japoneses..." Es el paraíso reconstituido. En medio de todo, el viejo pintor que no dejará de 
escrutar, hasta el fin, todas esas formas vivientes para recrearlas en cada uno de sus golpes de tijera, según 
las líneas sinuosas que le dictan a la vez una hoja de palma, un cuerpo de mujer o el ala de un pájaro. 
"Matisse —decía Apollinaire— es un artista en el que se combinan las cualidades más tiernas de Francia. 
La fuerza de su simplicidad y la dulzura de sus claridades."
JEAN CLAY
Copyright Réalités-Opera Mundi
Revista Atlántida
agosto 1970
Vamos al revistero


"Capuchinos" (1912)


"La mujer con el velo" (1927)