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Las niñas se van a la guerra

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Como una cigüeña paralítica, hizo prrrrrrrbrr, describió un círculo y aterrizó en una pista chiquita. Eran las nueve de la noche, agosto, con el frío que congelaba el aliento, atravesaba la ropa, se metía en los huesos. Los tripulantes —un piloto y dos enfermeras— saltaron del helicóptero y atravesaron corriendo los cincuenta metros que los separaban del campo de batalla.
Embutidas en sus uniformes verde oliva, con quepis de reminiscencia guerrillera, las jóvenes se deslizaban como sombras en busca de los heridos. Lentamente, uno por uno, empezaron a llevarlos hasta el aparato. Cada vez el trayecto parecía más largo y penoso. En algún lugar resonó el estallido de una granada. Las dos mujeres tanteaban el terreno con los pies: cada centímetro podía ocultar una piedra, una zanja, una bomba de tiempo o un proyectil sin explotar. Debían cuidar que la camilla no se inclinase demasiado; todavía no estaban seguras del tipo de lesión que afectaba a los soldados. Si tenían fractura era peligroso moverlos.
Por fin, el helicóptero volvió a levantar vuelo. Quince minutos después, los heridos bajaron alegremente a tierra y se fueron a tomar café en la cantina del cuartel. El simulacro había terminado.

Guerra, incendio o epidemia
Para las estudiantes de enfermería del Ejército, empero, faltaba la segunda parte de la experiencia. Se dirigieron al hospital improvisado en Campo de Mayo, y durante toda la noche otros heridos de guerra fueron vendados, lavados y enyesados.
Sólo un par de días más tarde, las treinta muchachas regresaban a su reducto en el octavo piso del Hospital Militar. Los pantalones de tela rústica se convirtieron en medias negras; la casaca y la mochila-botiquín se reencarnaron en delantales a cuadritos y pequeños sombreros blancos.
Hacía entonces dos años que esas mismas señoritas habían entrevistado individualmente a la directora de la escuela de enfermería, Argentina Chiesa. Al cabo de quince inquisitoriales minutos y de nerviosa exposición de los motivos que las instaban a estudiar enfermería, fueron admitidas.
El instituto funciona desde 1960, bajo la conducción del Comando de Sanidad de la Secretaría de Guerra y los auspicios de la Organización Mundial de la Salud. Este era uno de los pocos países del mundo que "no había comprendido la importancia de tener un cuerpo de enfermeras adiestrado para actuar en caso de guerra, incendios o epidemias", se quejó Argentina Chiesa (soltera, rosarina, becaria en Italia y USA, profesional "con alma y cuerpo de enfermera").
Hasta el momento, apenas hubo dos promociones, a causa de un cambio de plan que alargó el curso: de dos años y medio a tres y medio. Nueve alumnas egresaron en cada una de ellas. "No es mucho —admite Chiesa—, pero en cualquier escuela de enfermeras un cincuenta por ciento de deserción se considera normal." Quizá se deba a que pronto las estudiantes descubren que en, semejante carrera los sentimientos nobles son un decorado imprescindible, pero que el factor decisivo lo constituyen el coraje, la seguridad y la presencia de ánimo.
A reloj militar, el escuadrón blanco irrumpe en la escuela cuando son las siete y cuarenta; a las dieciséis y veinte están abandonándola. Eso, todos los días, en la rutina de lunes a viernes. El desayuno y el almuerzo están incluidos en la instrucción.

El ostracismo de la naranjas
En los seis meses iniciales, el entrenamiento se va arrastrando dentro de la niebla aséptica de los laboratorios, hasta que llega el gran día. Ellas lo esperan con avidez y con angustia. La directora cobra un aire inusitado de autoridad, carraspea, dice "A ver, niñas", y bate palmas. Entonces, todas bajan por el ascensor hasta el quinto piso, se apretujan y, conteniendo la respiración, entran por primera vez en el quirófano. Están operando. Si no se desmayan ni emiten grititos ansiosos, arriban a su mayoría de edad: dejan de vendarse entre ellas para cubrir de bandas esterilizadas a pacientes auténticos, dan las espaldas a los enfermos imaginados para distribuirse por los distintos pisos del hospital.
"El asunto no es nada fácil, pero no crean —se apresura a aclarar Argentina Chiesa—, jamás tuvimos problemas, porque hasta el momento en que la alumna se diploma, la responsabilidad de lo que ocurra es nuestra: las niñas no dan un paso sin una instructora al lado." El programa está trazado de modo que la preparación sea gradual: "Además, evitamos que las experiencias no sean reales." Por eso se condenaron al ostracismo las tradicionales naranjas que tantas generaciones desinflaron tratando de aprender el arte de aplicar inyecciones. Las sufridas alumnas se las colocan entre sí.
Cuando estudian pediatría, primero las ponen en contacto con niños normales. Sólo después actúan en la sala de pediatría. "Nosotras somos enfermeras, podemos atender a toda clase de pacientes", anunció orgullosamente la directora. Con voz más apesadumbrada, acotó que "esta profesión no ha obtenido todavía el prestigio que se merece, a causa de las improvisaciones". De ahí que los enfermos del Hospital Militar reciban con placer a las estudiantes, quienes no sólo emprenden cosas insólitas —como bañarlos— sino que introducen técnicas científicas de tratamiento, apoyadas en los tres cursos de psicología, el de sociología y el de relaciones humanas.

La obligación y el premio
En materias más afines con la especialidad, "a las niñas se las dota de todos los conocimientos necesarios para manejarse en los círculos castrenses". No es raro ver en la biblioteca a un par de jovencitas azoradas, que han olvidado por un momento sus manuales de primeros auxilios y se esfuerzan por memorizar los grados militares.
Todos los meses, las alumnas reciben dos mil pesos en concepto de beca. Cuando finalizan sus estudios, se hallan obligadas a prestar servicios durante veinticuatro meses en hospitales del Ejército. 
"Pero lo hacen con gusto —comenta apologéticamente la jefa—; primero, porque es lo que han elegido, y segundo, porque después del medio año de residencia que cumplen en el tramo final de la carrera, se encariñan hasta tal punto que les parece un premio."
Mientras se mueve con destreza entre aludes estadísticos —"en 1965 habrá cuarenta y dos semanas de clase con un total de 1.372 horas"—, la eficiente señorita Chiesa se da tiempo para recordar que ella ingresó a la escuela por casualidad. "Me prestaron de Rosario, como instructora. Vine por dos meses, y ya van a hacer dos años que estoy... —cuadrándose, tal vez movida por un mimetismo comprensible, añade—: Lo que más me gusta es el nivel de nuestro alumnado. Fíjense que, sobre un diez por ciento de aprovechamiento escolar, las estudiantes han dado un máximo de noventa y un mínimo de setenta." Detrás, por el pasillo, dos niñas bélicas y asistenciales escuchan con la máxima atención las indicaciones que les imparte un médico buen mozo.
PRIMERA PLANA
2 de marzo de 1965